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Reencarnación siglo XXI


Delia Steinberg Guzmán

La cuestión de la reencarnación ha sido objeto de los más variados planteamientos que oscilan desde las loas de sus acérrimos defensores hasta las críticas de sus acérrimos detractores.
Lejos de las autoridades en la materia, hoy abundan sentimentales del esoterismo que ven en la reencarnación una forma de seguir viviendo, de volver una y otra vez a esta vida, o de algunas religiones que niegan la reencarnación sencillamente porque no se menciona en sus textos sagrados. Eso, sin contar con los inexpertos que adornan la polémica con unas gotas de morbo y mezclan la posibilidad de que un ser vuelva a encarnar en varias oportunidades en busca de experiencias, con la superposición de formas de vida; así, uno que hoy es hombre puede renacer mañana como vaca, renacuajo o lechuza. Es evidente que en esta línea de pensamiento, la reencarnación haya ido ocupando puestos cada vez más secundarios en los intereses de los auténticos pensadores e investigadores.
Sin embargo, todos los pueblos de la antigüedad conocieron esta doctrina y la vivieron con toda naturalidad, como parte integrante de sus creencias y de sus filosofías.
Así, no hace falta ser un genio de la intuición ni un destacado racionalista para poder abordar algunas hipótesis que hicieron de la reencarnación un soporte de la evolución.
Una mirada a la naturaleza
La ley de los ciclos se manifiesta en todo lo que nos circunda. Nada más normal que el constante devenir de las estaciones con sus conocidos cambios y a nadie se le ocurriría definir el invierno como una muerte definitiva, sino apenas como un reposo antes del despertar de la primavera.
Un árbol sin hojas no es un árbol muerto; está pesando por un ciclo y se abrirá paso a otro cuando vuelvan a renacer sus hojas, sus flores, sus frutos. El ciclo que va de la semilla a la planta en plenitud, de cuyos frutos vuelven a producirse semillas, nos habla claramente de una energía que circula bajo diferentes formas, pero sin destruirse. La arena que se vuelve piedra, o la piedra que se desmenuza en arena, es otro ejemplo que aceptamos in más porque no contradice la razón, tal como el agua que se hace nube y la nube que se vuelve a transformar en agua.
El día y la noche se suceden el uno al otro y no cabe en la mente pensar que la oscuridad de la noche será perpetua. Lo natural es que el Sol aparezca todas las mañanas o, desde otro punto de vista, que la Tierra siga girando sobre su eje y alrededor del Sol provocando así zonas de luz y de oscuridad, zonas de más calor o más frío.
Pero lo que resulta lógico en la Naturaleza parece perder sentido cuando se aplica a los hombres y a la escala de vida más cercana, los animales. No es nuestra intención detenernos en esta oportunidad en los ciclos de los animales, que también los hay, sino centrarnos en los humanos por la cuenta que nos trae.
El hombre
Comúnmente se aceptan ciclos en el desarrollo del hombre que van desde el nacimiento a la muerte, pasando por la niñez, la juventud, la madurez y la ancianidad. Pero es un ciclo abierto que deja sin despejar dos incógnitas: la del nacimiento y la de la muerte, es decir, de dónde venimos y hacia dónde vamos. La vida humana es como un recorte de ciclo, un trozo de circunferencia que no se cierra sobre sí misma. Si el mar vuelve al mar a través de la lluvia de las nubes, el hombre no vuelve a la vida después de la muerte. ¿Por qué? Tal vez por ignorancia, tal vez por temor, tal vez por prejuicios, tal vez porque entonces la vida se volvería mucho más compleja... Lo cierto es que aun quienes conciben la inmortalidad del alma, no conciben en cambio que un alma inmortal pueda asumir varias formas externas, no aceptan que si una vez pudo tener un cuerpo, lo pueda tener muchas más veces.
La existencia así planteada se convierte en un auténtico infierno, en una carrera contra el tiempo, en una perpetua queja contra el destino o la mala suerte, en una suma inexplicable de sufrimientos que parecen no tener sentido. Por razones desconocidas, unos viven más y otros menos, unos gozan de buena salud y otros padecen dolores y enfermedades, unos tiene ventajas y buenas oportunidades y otros fracasan en todo lo que intenta, unos tiene medios y fortuna y otros carecen de lo más indispensable. Para colmo, no siempre triunfan el bien y la justicia, ni siempre se puede otorgar decididamente la razón a unos sobre otros.
Si partimos de la base de que el ser humano es algo más que su cuerpo físico, ya damos un paso adelante en el asunto. Aunque hay quienes pretenden resumir los procesos humanos en el funcionamiento biológico y en los cambios físico-químicos, no todos los sentimientos o los pensamientos que tenemos se explican tan fácilmente. Para cualquiera es una evidencia que su psiquis y su mente se desenvuelven en otra dimensión, en otro plano distinto del meramente físico, al punto de que ideas y emociones pueden trastornar al cuerpo y el cuerpo, a su vez puede influir en ideas y emociones. ¿Por qué no pensar, pues, que la psiquis, la mente, y aun el alma o espíritu -si se quiere apuntar a algo más sutil todavía- son como la raíz del árbol que permanece, a pesar de que las hojas caigan en invierno? El invierno de la existencia puede secar los cuerpos, pero queda una raíz latente que, pasado el ciclo de descanso, es capaz de florecer nuevamente cubriéndose con otra vestidura.
Si así fuera, si cada uno de nosotros volviese de tanto en tanto a la vida, alternando estos ciclos con los otros que llamamos muerte, la existencia sería una escuela de formación. Las experiencias adquiridas facilitarían una evolución creciente y muchas de las «injusticias» y desigualdades que antes citábamos, podrían explicarse como desigualdades de desarrollo, como efectos de causas propias anteriores, y no como simples plumazos de buena o mala suerte.
La muerte perdería su aspecto fatídico y sería en cambio un descanso lógico y necesario, tanto como lo es el dormir por las noches tras una jornada diaria de actividad. Vivir cansa, agota y el hombre interno que subyace tras las formas que se deterioran, ansía un poco de reposo. Vida y muerte, o existencia formal y existencia sin forma, se suceden según ritmos especiales.
Instinto de inmortalidad
El miedo a la muerte se combate tratando de evitar toda idea relacionada con ella, ocultándola detrás de una búsqueda desordenada de placeres para olvidar lo que no se quiere recordar. Pero esos placeres son breves y hay que conseguir cosas nuevas para correr ese «tupido velo» que no nos obligue a enfrentarnos con la realidad. Hay que transformar la vida en algo divertido, excitante o caer en la locura de los escapismos.
Sin embargo, el «instinto» de inmortalidad acosa por todos los lados y se busca prolongar la vida, la única vida, en una batalla desigual ante la muerte. Es aquí donde la ciencia se pone al servicio, no ya del bienestar o de la salud corporal, sino del crecimiento del promedio de años y la obtención artificial de una eterna juventud, porque una cosa trae aparejada la otra. Si logramos vivir más años queremos hacerlo en buena forma, como personas jóvenes y fuertes; las características de la ancianidad son tan odiosas como la muerte misma.
Hoy se libra una lucha desesperada por aparentar lo que no se es, por demostrar que el tiempo no pasa para nosotros; cientos de fórmulas quirúrgicas tratan de devolver al cuerpo un aspecto lozano y fresco; la cosmética gana terreno en las bolsas mundiales lo mismo que cierto tipo de medicinas que «borran» años y arrugas.
La manipulación genética, que empezó realizando algunas pruebas con animales, se aproxima peligrosamente a otros experimentos, esta vez con humanos, y siempre con la misma perspectiva: la inmortalidad física.
¿Cuántos hombres cabemos en la Tierra?
La superpoblación es otro de los fantasmas que asolan el momento histórico presente. Pero ni siquiera es una superpoblación equilibrada; la mayor cantidad de gente se agrupa en los sitios menos indicados: o en los países más pobres y con menos posibilidades de ofrecer condiciones dignas de vida, o en las grandes ciudades donde las aglomeraciones obligan a recurrir a los sistemas más artificiosos para subsistir. En general, en los países con mayor índice de riqueza, la población no alcanza cifras muy altas; y del mismo modo, donde sobra espacio, hay muy poca gente.
El hambre ha hecho su aparición hace tiempo; el agua escasea de manera notoria y la falta de recursos es un látigo que fustiga con mil caras monstruosas. Según últimas estadísticas, más de 500 millones de personas están pasando hambre auténtica en el mundo, mientras otros varios millones cuentan las calorías que consumen para mantener la línea de la delgadez de moda o evitar la obesidad. El sueño de repartir los alimentos equitativamente no es más que eso: un sueño; se pueden hacer muchos cálculos pero hay demasiados intereses creados como para que nadie los lleve a la práctica.
Ni siquiera en las ciudades poderosas la vida es fácil: los puestos de trabajo son presas de caza a conquistar por cualquier medio y los jóvenes pasan verdaderas torturas antes de asegurar medianamente su porvenir económico. Faltan viviendas, o si las hay, no se cuenta con el poder adquisitivo suficiente como para conseguirlas.
Casi sin que nos demos cuenta, han comenzado las migraciones de pueblos pobres sobre las regiones más ricas; grandes masas desesperadas se trasladan de un sitio a otro buscando un lugar aceptable donde instalarse.
La respuesta también ha aparecido casi subrepticiamente: el refuerzo de los grupos humanos que se reúnen para rechazar al invasor, al «enemigo». Así se ha emplazado el racismo, la xenofobia, el control de fronteras y los modernos visados para impedir el paso de los «indeseables». La agresividad impera en todas partes y es casi imposible encontrar un rincón en el mundo donde no haya una guerra declarada o una guerrilla enmascarada.
Es que somos muchos y nos molestamos unos a otros... Es preferible hablar de paz mientras por debajo se practica la más sucia de las guerras.
Un panorama sombrío, pero no tanto
No queremos finalizar estas páginas dejando la imagen de un futuro sombrío y desolador. No todos son desastres ni los males son los únicos que se manifiestan.
Hay atisbos de claridad y aire fresco en muchos aspectos. Mientras continúan las luchas de prioridades y clanes, de etnias y religiones, hay científicos que indagan afanosa y apasionadamente sobre el origen del hombre y del Universo, llegando en más de una oportunidad a rozar el «Misterio» con sus manos. De ellos, de esos buscadores genuinos, nos llegan las mejores esperanzas de futuro.
No nos extrañe que sean ellos los que vuelvan a hablar de Dios y los que encuentren la lógica de la reencarnación para explicar la vida de los hombres y de los mundos todos.
El científico Niels Bohr (1885-1962) se expresaba como un verdadero filósofo al afirmar: Cada frase que pronuncio no puede considerarse una afirmación, sino una pregunta. Y el célebre Stephen Hawking se acerca a los Puranas de la India antigua cuando dice que Dios no sólo juega a los dados, sino que a veces los tira donde no se pueden ver.
Sí, algo nuevo despunta. Los grandes pensadores se hacen grandes preguntas y no temen ni quieren ofrecer respuestas apresuradas y falsas. Los grandes pensadores reconocen a Dios en la misma medida en que descubren grandes leyes, grandes verdades, medida en la que también reconocen que los hombres vivimos ciegos para entender el lenguaje de los «dados» de la naturaleza.
Algo está cambiando en medio de las muchas miserias que nos acosan. En medio de la oscuridad, una chispa de luz, y en medio de la luz, un punto negro que crece. Lo mismo que la vida humana: un nacimiento que trae implícita la muerte, y una muerte que encierra escondida la semilla de la vida. Lo que al principio llamamos reencarnación.


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