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¿Por qué mentimos?


Delia Steinberg Guzmán

El lenguaje propio de los hombres es rico, variadísimo... en mentiras y subterfugios. La ley de moda es aprender a decir la mayor cantidad posible de palabras sin decir nada, o diciendo lo contrario de lo que se quiere decir
Sin tener que recurrir a definiciones precisas, sabemos sin duda alguna lo que son las mentiras. Todos las hemos usado y las hemos padecido. Nos gustaría erradicarlas y sin embargo terminamos por aceptarlas como un mal necesario e imbatible.

¿Por qué? ¿Por qué mentimos a pesar nuestro? ¿Por qué aguantamos que nos mientan? ¿Es que acaso hay algo más fuerte que la mentira que permanece oculto al análisis superficial?

Diferentes formas de mentira
No pretendemos agotar los variadísimos matices que puede asumir la mentira; sólo apuntar algunos de sus aspectos más corrientes.

El silencio, el callar cuando debemos decir algo importante y verdadero, es una forma de mentir. Es abstención de la verdad.

Hay quien considera este silencio como un acto de discreción, pero hasta la discreción tiene un límite, pasado el cual hace más daño que beneficio.

El disimulo lleva a actuar como si uno no supiese nada de nada o acabara de enterarse de algo que conocía sobradamente. Es evasión de la verdad.

Aparece debajo de rostros falsamente sorprendidos, palabras ambiguas que no expresan más que el deseo de salir del paso. Es la sonrisa forzada, o el «lo siento tanto» que en realidad no siente nada; son lágrimas de cocodrilo y abrazos efusivos cargados de cinismo.

El que disimula se ve obligado a cambiar muchas veces de opinión, no porque pase en conciencia de una opinión a otra, sino porque necesita muchas máscaras para adaptarse a las circunstancias. No es de extrañar oírle decir una cosa radicalmente opuesta a la expresada una hora antes, pero las dos son tan ambiguas y resbaladizas...

La mentira puede asumir el tan mentado aspecto de la «mentira piadosa», o bien presentarse como auténtica mentira, aquella que tergiversa, falsea y transforma la verdad según los intereses y necesidades.

Dejando de lado la piedad que fuerza a moderar o alterar un poco la verdad para no alterar o para moderar los ánimos de quienes están seriamente afectados por alguna forma de dolor, la que nos preocupa es la mentira pura, la más habitual en la convivencia diaria. Esa es la que duele y la que, curiosamente, se acepta de buen o mal grado, pero se acepta al fin.

Diferentes formas de lenguaje
Por muchos idiomas que un ser humano haya aprendido a usar, hay otros lenguajes que demuestran facetas más íntimas de su personalidad; son lenguajes internacionales más ricos y significativos de lo que parece.

El hombre, parte integrante de la Naturaleza, se acopla a las características de los diversos reinos de vida. Tiene algo de las piedras, algo de las plantas, de los animales y, claro está, algo de los humanos.

De las piedras hemos copiado el estatismo, aquello de que no se nos mueva ni un músculo al menos en el rostro, saber asumir la que no en vano llamamos cara de piedra. Equivale a la antes citada mentira del silencio.

De las plantas hemos aprendido a movernos como las ramas, a impulsos de los vientos de las opiniones y en tan diversas direcciones que alguna de ellas no debe ser acertada, no porque no haya diversas direcciones de opinión, sino porque no podemos asumirlas todas a un tiempo ni agitarnos con vientos que soplen desde todos los ángulos con escasas horas de diferencia.

De los animales tenemos el lenguaje de los gestos, esos tan espontáneos que no dan oportunidad al engaño. Así, aunque las palabras digan una cosa, los movimientos del cuerpo, por imperceptibles que sean, dicen otra. Aunque en la actualidad hay una profusa literatura sobre el lenguaje del cuerpo y el lenguaje no verbal y esos conocimientos podrían ponernos sobre aviso, el impulso instintivo supera el conocimiento racional: un rostro, unos ojos, unas manos hablan más que una boca, o se ajustan más a la verdad.

El lenguaje propio de los hombres es rico, variadísimo... en mentiras y subterfugios. La ley de moda es aprender a decir la mayor cantidad posible de palabras sin decir nada, o diciendo lo contrario de lo que se quiere decir.

Si bien nos sorprende y asusta el proceso de empobrecimiento de los lenguajes que se van reduciendo en vocablos para refugiarse en vulgares exclamaciones o palabras inventadas de múltiples significados, no deja de maravillarnos que con tan escaso número de términos se pueda seguir mintiendo tan bien.

No queremos afirmar con esto que la mentira sea el lenguaje propio del hombre, pero sí que todos los hombres saben jugar con el lenguaje adaptándolo a lo que les conviene decir, cosa que no pueden hacer las piedras, las plantas ni los animales. Lástima que esa plasticidad no se ponga al servicio de la inteligencia en lugar de la astucia. Decir la verdad suele ser peligroso y no entra en el juego de las sociedades ?civilizadas?.

¿Por qué las mentiras?
En general encontraremos un factor psicológico común a todos los casos, con los matices de rigor: es el miedo. Esa es la verdadera enfermedad y las mentiras son sus síntomas o sus efectos declarados.

Veamos el caso del que guarda prudente silencio. Lo suyo es miedo a arriesgarse. Intervenir y expresar su auténtica forma de pensar es comprometerse ante sí y ante los demás y eso requiere mucho valor. El miedo al riesgo llega, en casos, a una dolorosa cobardía, que sigue siendo miedo al fin y al cabo.

El que cambia de opiniones según sople el viento de las aceptaciones de moda, demuestra un miedo pavoroso a perder el aprecio de los de su entorno.

Diferenciarse de los otros, mantener una verdad que los demás ocultan, falsean o ignoran, es destacarse como la oveja negra... y eso implica mucho valor. Es más fácil cubrirse bajo el manto común de la mentira aceptada por todos y formar parte de ese grupo que se ha hecho fuerte en su unión.

El que disimula lo que siente y lo que piensa tiene miedo a mostrarse tal cual es, bien sea porque teme conocerse o porque no quiere que los demás lo vean desnudo por dentro, lo que equivale a decir saberlo indefenso. Nada más terrible que sufrir el desprecio de quienes se congregan en torno a unos valores de moda, de quienes logran destruir con muy variados medios al que da la cara limpia y abiertamente.

El lema en sencillo: si todos mentimos en las mismas cosas, esa mentira deja de serlo para convertirse en realidad.

La mentira entraña todos los miedos juntos: el miedo a uno mismo, a la gente, a la vida y sus circunstancias, a las situaciones que debemos enfrentar hasta conquistarlas. La mentira es una forma de falsedad que intenta ver las cosas de otra manera de como son, en beneficio propio: si yo no puedo cambiar lo que me hace sufrir -o no sé hacerlo- lo pinto de otro color y me imagino que ya lo he modificado.

¿Hay maldad en estas mentiras? ¿Solamente miedo? ¿No habrá también un considerable menosprecio hacia el entendimiento y la inteligencia de los demás, de quienes presuntamente no tienen por qué advertir el engaño?

Que la mentira es mentira salta en el lenguaje inconsciente de los gestos. Esto nos llevaría a concluir que el animal (o el inconsciente, da igual) que subyace en todos nosotros, es más verdadero que el humano «barnizado» de cultura.
¿Por qué nuestro «animal» es más auténtico que nosotros mismos? ¿Por qué los ojos, las manos, los movimientos del cuerpo delatan lo que no queremos o no podemos decir?

Efectos de la mentira
Señalábamos el miedo como su principal factor desencadenante, al que pueden agregarse el egoísmo, la cobardía, la falta de seguridad en sí mismo, la fantasía descontrolada que no diferencia lo verdadero de lo falso, y aun la misma maldad, el deseo de dañar.

Si tales son las causas, los efectos no son menos terribles y peligrosos.
Pueden apreciarse claramente en la vida de relación que, aunque necesaria y obligada, es falsa, pródiga en resquemores y resentimientos, en heridas que inferimos sin freno pero que no perdonamos viniendo de los otros. La desconfianza campea a sus anchas; en realidad, nadie cree en nadie, y en cierta forma cada cual desconfía un poco de sí mismo también.

Se pierden horas incalculables en conversaciones donde se habla de lo que no es, o se escribe para demostrar lo indemostrable o se informa deformando. Y ese tiempo no se puede recuperar...

Hay una falta de fe generalizada que va desde la amistad a la política, desde la ciencia a la religión. Si yo miento, ¿por qué creer que los demás dicen la verdad? ¿A quién creer sin retaceos? ¿De qué me quieren convencer? ¿Qué pretenden obtener de mí? Si yo intento valerme de otros, ¿por qué los otros no me utilizarán a mí?

De aquí surge una ley que tampoco es verdadera: nadie es sincero en sus expresiones, nadie dice la verdad, todo es mentira...

La vida se vuelve cada vez más artificial y las relaciones humanas son ineficaces por estar asentadas en bases falsas e inestables. Para sobrevivir hay que aprender un nuevo idioma de largo nombre: qué me quieren decir cuando me dicen lo que dicen...

Algunas soluciones
Lo fundamental es superar el miedo, pero no se le puede eliminar de buenas a primeras. Hay que sustituirlo paulatinamente por otras emociones superiores y de mayor calidad.

Empecemos por la cortesía en el sentido más sano del concepto: un respeto generoso por los demás y por uno mismo. La cortesía incluye tal vez una silenciosa descripción o alguna mentira piadosa para aliviar el agobio psicológico, pero es ante todo comprensión y servicio, entrega sincera y elegancia de alma. La mentira burda se desvanece como nube bajo los cálidos rayos del sol ante la potencia regeneradora de la cortesía cabal. El egoísmo es apenas una sombra ante el brillo de la cortesía dadivosa.

Sigamos por el «conócete a ti mismo». Decían los antiguos que ese era el primer paso para conocer a los dioses y al Universo, lo que implica conocer también a todos los seres humanos con los que compartimos la existencia. Si los conocemos y nos conocemos de verdad, ¿vale la pena mentir? Cuando no hay dobleces ni ocultaciones con mala voluntad, ¿tienen sentido los subterfugios?

Algo más para continuar: controlar la fantasía degenerativa y ver la realidad con los ojos limpios. Eso no significa aceptar lo que no nos gusta de nuestro mundo circundante, sino al contrario, saber con precisión lo que nos interesa cambiar o mejorar. La fantasía cubre con velos lo que nos desagrada, pero éstos no mueven ni un grano de arena de su lugar.

Y por último, valor, mucho valor, olvidada virtud que no le falta a las piedras, a las plantas ni a los animales, pero que se esfuma en los hombres a medida que las presiones artificiales de la sociedad le vuelven temeroso y embustero.


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