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No Ceder al Pesimismo


Vivimos unos momentos de la Historia ?que es la vida de todos? en que los acontecimientos se aceleran de manera imparable, y nos dan la impresión, muchas veces, de escapar por completo de nuestras fuerzas.

Sabemos que el tiempo no tiene la misma duración según el estado interior con que lo medimos. Por eso, ni en la vida de los hombres ni en su vida histórica de conjunto, podemos evitar esa sensación de velocidad incontrolable. En parte, porque todo sucede sin intervalos que nos permitan respirar; y por otra parte, porque la cantidad de hechos que se dan en todo el mundo, supera nuestra capacidad de asimilación; cuando creemos haber entendido algo, o al menos haberlo soportado, saltan diez o veinte cosas más que nos paralizan por su cantidad, dimensiones y rapidez.

No hace falta ser un erudito para comprender a qué me refiero, ni tampoco necesito abundar en ejemplos. Por suerte o por desgracia, los medios de comunicación, con su eficacia, logran que cualquiera pueda vivir lo que pasa en cualquier rincón de la tierra sin moverse de su casa, sentir el impacto del dolor, la miseria, los enfrentamientos, las guerras, la muerte, la violencia, la inseguridad, el desamparo? Por cada situación general que se produce -de esas que llenan los medios, de esas que pasan a la Historia- hay otras situaciones personales muy similares que repiten en pequeño lo que ocurre en grande. Lo pequeño tal vez no ocupe grandes titulares, pero afecta a quien lo sufre. También en los grupos humanos reducidos, en la familia, entre amigos, en las relaciones diarias, hay agresividad, dolor, enfrentamientos, desamparo y, desgraciadamente, crímenes y asesinatos.

La mencionada velocidad con que vivimos y la calidad de lo que vivimos, nos hace ceder en ocasiones al pesimismo. O bien, aunque tratemos de ser objetivos y analizar la cantidad y calidad de cosas que vivimos, el resultado final es abrumador.

Sin embargo, creo que no es el pesimismo ni el sentimiento negativo de la vida el que nos domina. Aunque pueda parecer que la impotencia a veces nos paraliza, en verdad no estamos derrotados.

Véanse, si no, los enormes esfuerzos que realizan, tanto las naciones como las personas en su vida individual, para llegar a arreglos, para respirar con tranquilidad, para detener la vorágine, para frenar las luchas destructivas y estériles. Los resultados no son alentadores en muchos casos, es cierto, pero lo importante es la constancia para volver a empezar hasta conseguir lo deseado. Hay diálogos interminables, es cierto, y uno hasta se pregunta si tanto los estados como los hombres quieren llegar a un arreglo, si hay diálogo auténtico o simples monólogos en los que nadie escucha a nadie. Sin embargo, se insiste nuevamente, y esa es buena señal, estamos tomando conciencia de nuestra sordera.

En el corazón interno de todo cuanto nos sucede, hay una chispa de luz, de optimismo, de esperanza en el futuro, de recuperar un ritmo armónico de vida. Hablamos de dolor, pero lo hacemos pensando en la felicidad que nos aguarda? si queremos conseguirla, claro está. Hablamos de guerra, pero lo hacemos soñando con la paz. Execramos la violencia porque amamos la convivencia, nos molesta la intolerancia porque queremos entendernos seriamente los unos con los otros.

Los que no viven el hoy, aunque un poco confuso y oscuro, con esa chispa de esperanza, son los que vuelven el presente -y también el futuro- peligrosamente negativo. Los que sienten esa chispa de recuperación, de renovación, de caminos amplios y seguros, están construyendo un futuro más digno en medio de las dificultades del presente. De más está decir que, como filósofos, y en nombre de ese amor a la Sabiduría que nos alienta, cuidamos de la chispa, por pequeña que sea, porque vemos en ella la semilla de una certera claridad para el mañana.

LA MAGIA DE COMPARTIR
El mes de diciembre es el mes de las grandes fiestas, es cierto, pero también lo es de las reuniones entrañables, de los encuentros poco habituales, o tal vez de la soledad constructiva. Más rica o más humilde, suele haber una mesa alrededor de la cual la familia y los amigos comparten un plato de comida, unos minutos de tranquilidad, un brindis, unos deseos de felicidad, una esperanza prometedora para el año que habrá de comenzar. Por unos días -pocos por desgracia- desaparecen las diferencias y se valoran los lazos de unión. Luego, pasa la exaltación festiva y todos regresamos a lo gris y casi insípido de lo cotidiano, con sus conflictos y dificultades.

¿Cuál es el misterio de estos encuentros? ¿Sólo la enorme publicidad desplegada, la incitación al espíritu festivo y despreocupado, a la costumbre de hacer y recibir regalos? Creemos que no, que hay otros muchos factores, sin despreciar la fuerza de estos movimientos de opinión.

Tal vez, más allá de las distancias y las incomprensiones que salpican la vida diaria, hay una necesidad intensa de poder compartir humanamente unos sentimientos, un calor de hogar, una sonrisa, un gesto de amistad. Hay una intensa necesidad de no estar solo, o de saber estar solo si se supo hallar un buen amigo dentro de uno mismo. Hay un resplandor de magia unida a lo religioso: se crea o no, a todos les complace la imagen del Niño que nace con el alborear del año, de la Madre que lo acoge, de los viajeros que llegan desde todo el mundo para ver el prodigio y pueden estar reunidos junto a un motivo fundamental. Hay un resplandor de esperanza? Es posible que el tiempo que comienza nos traiga lo que más falta nos hace? Es posible que podamos hacer realidad nuestros sueños, si no todos, al menos algunos? Es posible, es posible? Porque la magia de la unión la hace todo posible.

Es maravilloso ver cómo se compaginan las distintas generaciones, cómo se entienden los niños y los ancianos, los padres y los hijos, y cómo se hace sitio al animal doméstico que nos acompaña. Cómo se llama al viejo amigo o se le envían unas palabras de saludo. Es maravilloso ese escenario de convivencia que, sabemos, no tardará en desaparecer tras el telón del final de fiestas.
Pero, ¿por qué resignarse a ello? Es verdad que fuera de esos días especiales no hay tanto tiempo para compartir con la gente; es verdad que las obligaciones de la vida nos atrapan y nos hacen olvidar cosas importantes. Pero lo que no puede desaparecer es el sentimiento de fraternidad, de amistad, de encuentro, de comprensión, de unión alrededor de una esperanza. No puede ser que vivamos a golpe de fechas señaladas para que la conciencia asome en nosotros. No puede ser que sin esos estímulos perdamos la capacidad de relación, de afecto y entendimiento humano.

Creo sinceramente que nos falta Filosofía, ese sencillo amor a la sabiduría como para discernir el valor de los hechos esenciales sin necesidad de que el calendario se encargue de señalárnoslo. Nos falta una conciencia más amplia, más activa, más clara, capaz de sortear las diferencias y establecer lazos de entendimiento. Nos falta valor para erradicar el miedo, la desconfianza, el odio, el separatismo?

Y si algún regalo tuviéramos que pedir a esos reyes que se acercan con sus alforjas cargadas, ese sería un rayo de Luz y de Vida para forjar una cadena de unidad allí donde todo amenaza ruptura. Es bueno meditar en ello, ahora que diciembre nos invita a hacerlo en medio del reposo de las fiestas; es bueno tener el corazón alegre y dispuesto a la concordia ahora y por el resto de los días.

Delia Steinberg Guzmán


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