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LA vida después de la Muerte


Jorge Angel Livraga

El tema de la vida después de la muerte ha generado un nuevo movimiento de investigación, tanto en Europa como en los EE.UU., y no solamente ha planteado preguntas nuevas, sino que además ha vuelto a la actualidad preguntas viejas. Hay algunas que subyacen más allá de toda posición filosófica, religiosa o metafísica: ¿Quién soy?, ¿De dónde vengo?, ¿Adónde voy? Cada uno de nosotros,de alguna manera, aparte de nuestras creencias, aparte de lo que sepamos, o de lo que creamos saber, nos enfrentamos a una forma de lucha interna, de encuentro entre entidades antagónicas. Por un lado nos sentimos espirituales, nos parece que somos algo que está completamente fuera de este mundo, que estamos como de visita, que solamente tendríamos que vivir para la música, para la poesía, o como decían las viejas óperas italianas: «Vissi d´arte, vissi d´amore».

Por otra parte hay en nosotros, sin embargo, una parte biológica, una parte ani­mal, una parte terrestre que nos impul­sa a vivir en el aquí, en el ahora, a saciar nuestros apetitos de la manera más rápida posible y a sentir una per­petua angustia ante el panorama de una muerte más o menos cercana.

Es evidente que esas tendencias depen­den de la cultura, del estudio, de lo que hayamos meditado sobre el tema, de que estemos más o menos liberados de estos elementos antagónicos; pero, por lo general, a todos nosotros nos afecta la presencia de la muerte en los seres queridos o la posibilidad de la propia muerte.

Aunque tal vez en teoría hubiése­mos superado ese temor a la muerte, es obvio que éste -lo que llaman al­gunos filósofos europeos el «estado agónico perpetuo del hombre»- es propio del ser humano, pues aparente­mente ningún otro ser viviente tiene ese aspecto agónico en su psicología, ni los árboles, ni los animales, ni nin­gún otro ser que podamos conocer.

Los animales y las plantas crecen, se desarrollan, se multiplican y mueren de la manera más natural, no tienen ninguna angustia; la única angustia nace en ellos del dolor físico que les puede provocar una herida, una enfer­medad, pero desconocen el temor sal­vo en casos extremos, cuando el peli­gro es inminente, es decir, cuando van a degollar o matar a algún animal.

Pero normalmente los animales no temen a la muerte e incluso, en apariencia y hasta donde se ha llegado a entender hasta ahora, no registran su vejez; pa­ra ellos la vejez no es un sinónimo de caída hacia la muerte, la vida es siempre igual, o como diría Sidharta Gauta­ma - el Buda-: «desde que nacemos comenzamos a morir».

Vayamos ahora al tema en sí. De­bemos tener primeramente una muy breve visión de lo que ha opinado el hombre, a través de la Historia, sobre la vida y sobre la muerte. Vamos a establecer tres posiciones básicas que a lo largo de todo su desarrollo ha tenido la Humanidad sobre estos as­pectos de la vida, de la muerte y de la posibilidad de reencarnación.

La pri­mera posición es la de la Reencarna­ción. Todos los pueblos antiguos, to­dos los pueblos primitivos, todos los pueblos clásicos, todas las religiones en sus orígenes, sostuvieron la teoría de la reencarnación. Incluso la Religión Cristiana hasta el quinto siglo - durante el cual se produjeron cismas a causa de ello- aceptaba esta teoría.

Dentro de la Religión Hebrea ha habi­do siempre dos corrientes muy fuertes: una corriente interna o interior que de­sarrolla la KABALA y una corriente ex­terior completamente exotérica que llegaba hasta a negar la inmortalidad del alma de la mujer que no había tenido un hijo varón. Esas corrientes se van a entremezclar hasta que, pa­sado el tercer siglo, se va a decretar dentro del Cristianismo oficial, dentro del Cristianismo Católico, Apostólico y Romano como hoy le llamamos, la completa negación de la existencia de la Reencarnación.

Pero todos los pueblos antiguos, ya sean los sumerios, los pueblos ameri­canos hasta donde sabemos, los egip­cios, los hindúes - que aún lo siguen creyendo -, los chinos o los japone­ses, creyeron en la Reencarnación; algunos según un modelo, otros según otro modelo, con un detalle o con otro. Grandes personalidades conocidas por nosotros enseñaron directamente la teoría de la Reencarnación: Pitágoras, Platón, Aristóteles, los Maestros orientales Confucio, Lao Tsé, Buda y muchos otros.

Y entre los modernos encontramos a Nietzsche, Schopen­häuer y otros filósofos que también reafirmaron esta vieja teoría. De ahí que le demos la justa posición, porque es obvio que las sociedades primitivas - o por los menos las que nosotros consideramos primitivas o primeras -­ creyeron en la teoría de la Transmigra­ción de las almas, es decir, que las almas volvían a nacer. De ahí surgie­ron todas aquellas complejas teorías que hoy, en Occidente, simplificamos un poco: entre los hindúes, la teoría del Karma o de la acción y de la reacción; la teoría del Dharma, ley que nos rige a todos y la teoría del Sadhana o cami­no que tendríamos que recorrer inexo­rablemente.

Para los antiguos, el hombre era un Ser Inmortal, era un Dios encarnado o emparentado de alguna manera con los Dioses. Y yo os puedo dar ejemplos simples que están al alcance de vues­tra mano, como las obras de Homero: La llíada y La Odísea. En La llíada y La Odisea, en el combate básico, en el tema de apoyo de la guerra de Troya, de la toma de la ciudad de Ilión, no solamente existe el combate humano, sino también el combate de los Dioses mezclados con los hombres. Recor­dad que Julio César se decía descen­diente de Venus-Afrodita, y no lo decía simbólicamente. Es decir, que ellos creían que, de alguna manera, los Dio­ses se ponían en contacto con los hombres materializándose. Y sabéis perfectamente que Alejandro afirmaba ser hijo de Ammón, un Dios egipcio, y no de Filipo, tesis que a veces pone a meditar a los historiadores, al ver que murió a los treinta y tres años habiendo ya conquistado todo un mundo, y que cuando tenía doce o trece años, ya conducía un ejército y ganaba batallas.

Es obvio que han existido hombres extraordinarios que motivaron un re­verdecer de las viejas teorías sobre la Reencarnación. En varios libros sagrados, desde el Bhagavad Gita hasta los libros antiguos de los grie­gos, aparecen hombres que son so­metidos a pruebas para constatar si son la reencarnación de otros anti­guos, tales como tensar determina­dos arcos, arrojar flechas, hacer una serie de ejercicios precisos o encon­trar cosas escondidas.

La segunda teoría podríamos lla­marla «Teoría religiosa». Digo teoría religiosa en cuanto a religión externa, en cuanto a religión exotérica, en cuanto a religiones tal y como las en­contramos hoy nosotros en Occidente: la Religión Cristiana, la Religión Mu­sulmana, la Religión Hebrea, etc. Es­tas religiones, en la actualidad, niegan la Reencarnación; afirman que el Alma es inmortal y nace con el cuerpo: una vez que el Alma deja el cuerpo, sigue y se proyecta hacia Dios o se dirige al Paraíso de Adán, o donde están las siete huríes que la esperan, o se encamina a algún otro lugar, pero siempre el alma ha sido creada con el cuerpo. Afirman que habría una creación infinita de almas y todas ellas, según algunas posturas religiosas, se volverían a encontrar, incluso corpóreas, con el cuerpo otra vez - una forma de la teoría de la reencarnación- en el Juicio final.

Las actuales doctrinas cristianas sostienen que el alma, apenas muere el individuo, no va al Paraíso al Infierno o al Purgatorio, sino que estaría en una especie de espera hasta el día del Juicio Final. En dicho día existiría entonces la posibilidad de acceder a una de esas dos partes definitivas; una parte es transitoria, el Purgatorio. Las dos partes definitivas, el cielo y el infierno, son valores absolutos de eterna felicidad y eterna desdicha. Pero también se las imagina corpóreas. De ahí que los actuales católicos prohiban, por ejemplo, quemar los cadáveres, con la idea de que alguna vez van a resucitar de esa especie de hibernación temporal y nos vamos a encontrar todos otra vez.

Os daréis cuenta de que esto presenta una serie de dificultades, incluso en cuanto al número de personas, pues podría ser un reencuentro tan horrible que algunos de nosotros preferiría ir al Infierno o a cualquier otro lugar, porque si llegamos a sumar los millones de personas que ha habido en el mundo hasta ahora, y los que puede haber hasta el día del ?fin del mundo?, llegaríamos a tantos que tendríamos que estar pegados nariz con nariz, nuca con nuca, y no podríamos ni movernos.

Es obvio que esta posición exotérica debe tener un simbolismo más profundo, porque si lo tomamos al pie de la letra es francamente ridículo; vosotros mismos os estáis riendo -y yo también- porque llegaríamos a un es­tado peor del que vivimos aquí ahora.

Y la última posición, muy en boga en los últimos cien años aproximada­mente, es la posición materialista que tiene varias sub-versiones. No todos piensan exactamente igual, pero más o menos todos coinciden en afirmar que si existe un Alma - o si es que hay algo a lo que podemos llamar Alma- ­nacería con el cuerpo mismo.

Es decir que, cuando es engendrado el feto, empezarían a desarrollarse una serie de campos magnéticos o campos elec­trónicos que, en su muy compleja ver­sión, darían para nosotros esa ilusión de YO, esta ilusión de EGO, de ALMA, y este Alma perduraría hasta la muerte del cuerpo. También hay unas teorías dentro del materialismo que sostienen que esa especie de emisión o segre­gación cerebral o del sistema nervioso no termina con el cuerpo, sino que va un poco más allá.

Esto no es original; recordad a Platón que nos habla de la posibilidad que le presentan los sofistas de que el Alma dure, después de la muerte del cuerpo, un tiempo, sólo un tiempo limitado. Y ponen el ejemplo, si recordáis, del arpista, de aquel que toca el arpa o la cítara, pero llega un día en que él se muere y el arpa o la cítara continúan unos años más y des­pués también desaparecen. Aparte de mis creencias, aparte de lo que Acró­polis pueda haber estudiado o investi­gado, aquí tenéis estas tres teorías que encierran lo que la Humanidad ha po­dido concebir de la muerte, de la vida y de la posibilidad de reencarnar.

Hay dos elementos que han desen­cadenado el interés por todas estas cosas. Uno de ellos es que, después de la Segunda Guerra Mundial, Occi­dente, y sobre todo la juventud, se sintió frustrado ante una serie de ele­mentos.

La juventud de aquel momen­to creyó que con esa lucha, con esa Guerra, iban a terminar las injusticias psicológicas, económicas, sociales y políticas y descubrieron que no fue así, que así como la Primera Guerra Mundial - la famosa guerra originada por aquella bomba y por aquel telegrama de papel mojado- no solucionó abso­lutamente nada, la Segunda Guerra Mundial tampoco lo hizo. De ahí nacen movimientos como el del Existencia­lismo sartriano en París y, más lejos, va a nacer también el levantamiento del 68 en la Sorbona. La gente se encuentra defraudada; la guerra no ha solucionado lo que se pensó que podía solucionar, hablan de que se les contó otra vez una novela, pero que por esa novela corrió la sangre de millones y millones de personas. Entonces mu­cha gente de Occidente, gente joven, toma una mochila y como puede, se va a recorrer el mundo «a ver que pasa», buscando aunque sea desintoxicarse, hacer de alguna forma lo que todos los seres vivos cuando tienen alguna an­gustia fisiológica o algún temor: empe­zar a caminar.

Los pueblos nómadas lo son no solamente por su gusto, sino porque viven en la angustia de no tener una tierra fértil donde vivir, una casa, nada, y esa angustia los lleva a caminar. Es la angustia la que lleva al Caballero Cruzado hacia Jerusalén. De todos los Cruzados que hubo, incluso Pedro El Ermitaño. - el primero -, ninguno sa­bía exactamente dónde estaba Jeru­salén y muchos, como por ejemplo los de la Cruzada de los Niños, pensaron que Jerusalén estaba muy cerca, en el sur de Italia; no había una idea clara. ¿Por qué, entonces, la gente marcha? ¿Por qué ocurre la cruzada de los ni­ños? Niños de diez, doce años que salen a buscar Jerusalén. ¿Por qué todos gritan en un grito de guerra atávico-: «A Jerusalén, a Jerusalén» ? ¿Qué es Jerusalén para ellos? No es tan sólo una ciudad, ni un reino que hay que conquistar. Es la necesidad de marchar, de evasión, es la necesidad viajera que tiene el hombre. Si alguna vez vais a París, y visitáis el Museo del Louvre, recordad la Victoria de Samo­tracia, ese barco de piedra con la mujer con las alas extendidas; recordadla de una manera filosófica, pero no como turistas.

Y vais a ver que, junto a esa escultura, parece que uno oyese los gritos de los guerreros que parten ha­cia un mar sin orillas, hacia una aven­tura, hacia algo. El hombre tiene den­tro de su ser la necesidad inexorable de la aventura, sobre todo cuando son jóvenes; a veces la primera aventura es dar una vuelta a la manzana o ir a la playa, pero necesita siempre una pequeña aventura, sentir un poco de peligro. A veces se pisa más el acele­rador en el coche, no porque haya una necesidad de llegar más pronto, sino porque hay la necesidad de sentir un poco de peligro, de sentir que se está vivo en presencia de la muerte. Ese es un fenómeno que vamos a encontrar muchas veces.

Las personas salen a recorrer el mundo desgraciadamente mezcla­das muchas veces con hippies o con seres completamente destruidos- y van hacia Oriente y se encuentran con la Teoría de la Reencarnación en la cual creen millones de hombres en la India, en muchas partes de Asia, e in­cluso en China todavía. En verdad, hay más gente que cree en la Reencarna­ción que gente que no cree en ella. Lo que pasa es que, con nuestro «chauvi­nismo», los que estamos en Occidente pensamos que los que creen en la Reencarnación son muy pocos, pero la verdad es que son muchos millones. De una manera u otra, esta gente va a traer a Occidente la vieja, antiquísima y ancestral Teoría de la Reencarna­ción. De una manera u otra, Occidente se va impregnando de esta teoría, del ?volvemos a vivir?.

Pero hay un problema: en Occiden­te, ya desde el siglo pasado, aparecen varios movimientos, varias sociedades que hablan directamente de la Reen­carnación. La gente que viene de la India o de Ceilán - o Sri Lanka -, o de cualquier otro lugar, trae también esta idea de la Reencarnación.

Hasta ahora el fenómeno se daba como una acep­tación individual, una aceptación por fe, y no había un problema científico que resolver. El que los antiguos teósofos del siglo pasado, o los rosacru­ces, o los espiritistas, afirmaran la teo­ría de la Reencarnación o la vuelta de las Almas al nacimiento, era algo que no tenía suficiente asidero científico en el sentido práctico, desde un laborato­rio. Podía tener una base lógica, como argumento, pero no como elemento de laboratorio.

Es como lo que pasa ahora con los Platillos Volantes y los seres extraterrestres: hay una gran cantidad de gente que asegura que vio Platillos Volantes; estoy seguro que entre los presentes debe haber alguno que los ha visto, que vio seres que habitaban esos Platillos y que podrían ser de otros mundos. Pero, ¿en qué museo, en qué lugar físico hay un Platillo Vo­lante? Como investigador - soy histo­riador aparte de ser un filósofo- creo en la existencia de las piedras traídas de la Luna porque las he visto en varias partes del mundo, especialmente en California, en los EE.UU.; las he visto como veo ahora esta tiza que tengo en la mano. Entonces, puedo decir que las piedras lunares existen, que el vuelo se hizo y las piedras se tra­jeron; ahí tengo una prueba física. Y si alguien me pregunta dónde están las piedras lunares, yo lo dirigiría al Museo del Instituto de Ciencias de San Francisco, EE.UU.

Lo mismo pasaba con la Reencarnación. La gente creía o no creía, como la gente cree o no cree en los Platillos Voladores, pero no existe la prueba. Quiero ser claro en esto para que nos entendamos bien: yo creo, vamos a suponer, en los vasos mochicas por­que voy al Museo «Larco Herrera» y veo treinta y cuarenta mil vasos mochi­cas. Puedo tocar uno y tenerlo en la mano. Pero si de los vasos mochicas tuviera sólo la versión de alguien que los vió, sería diferente. Y si al preguntar dónde están, nos contestan con subje­tividades, ahí ya interviene la fe, el desarrollo espiritual, la capacidad de captación de la Leyes de la Naturaleza que pueda uno tener.

Si uno es un ente natural, y ve que todas las cosas son cíclicas, que des­pués del día viene la noche; que la Primavera, el Verano, el Otoño y el Invierno se suceden, puede llegar a la conclusión filosófica absolutamente segura - para aquel que filosofa- de que la vida también es de naturaleza cíclica, que después de la vida viene la muerte y después de ésta nuevamente la vida y así infinidad de veces. Esto que para mí es una realidad, para otra persona es una subjetividad. Así, lo que es una realidad para el religioso, para el que no participa de su religión, de su fe, es una subjetividad. Y es imposible tratar de transformar una co­sa en otra.

Los experimentos recientes de psi­quiatras van a complicar un poco este asunto, trayendo elementos cuya in­vestigación está a la altura y al alcance de todos. Sin querer hacer demasiado largo todo esto, sabéis que la Psiquia­tría es la aplicación de la Psicología en el arte de curar. Sabéis perfectamente que la Psicología, como ciencia, es nueva en Occidente, tiene unos ciento cincuenta años; y que la Psiquiatría como aplicación médica de los conoci­mientos psicológicos fue desarrollada fundamentalmente en este siglo -a muchos de vosotros se os debe estar viniendo a la mente el nombre de Freud- de una manera científica y al alcance de todo el mundo. Obviamen­te, como toda ciencia nueva, es como un niño: cree que lo puede solucionar todo.

El hombre es eminentemente pen­dular; es pendular en política, en sus costumbres, en todo. Así como antes se negaba categóricamente la exis­tencia de la hipnosis -sabéis que en las universidades médicas de hace cien años se negaba, salvo en la Sal­petriere y en algún otro lugar donde alguien había hecho algún experimen­to- ahora se afirma de manera abso­luta la posibilidad de la hipnosis, y ya de una manera irracional: «Todo es psíquico». Antes todos los males que teníamos eran fisiológicos. Yo no lo sé por mi tiempo físico en esta tierra, pero me han contado mis padres, mis maestros y mis abuelos que, cuando uno iba a un médico, todo era físico. Era inútil que uno dijese que tenía una angustia psicológica. Ese era el médi­co de hace cien, ochenta o cincuenta años. Pero el médico actual todo lo encuentra psíquico. El famoso test de las repeticiones de las palabras, o el del árbol en el que siempre a uno se le ocurre un pino y las interpretaciones freudianas, que no son precisamente angelicales; no hay escapatoria por­que sueñe uno con lo que sueñe o hable de lo que hable, siempre se está refiriendo a lo mismo.

Freud tuvo varios discípulos; el más famoso es Jung. Hay unos que le si­guen y otros que le rebaten, que no están de acuerdo con su interpreta­ción. Empieza la Psiquiatría simbólica y surgen, nuevos conceptos de lo que puede ser el hombre y la mujer, de la influencia que pudo haber tenido o no la educación; aparecen nuevos ele­mentos. Entonces los psiquiatras - los psiquiatras serios que están investi­gando realmente- se ven obligados a indagar más profundamente aún las características del ser humano. Todo esto ha creado una necesidad, en los verdaderos psiquiatras, de investigar a fondo la naturaleza humana, y han en­contrado que hay traumas - trauma viene del griego y significa herida o golpe- que son absolutamente inex­plicables. Se ha buceado en la vida del paciente todas las relaciones que pudo haber tenido y no se encuentra ningún resultado. ¿Por qué? Porque todos los psiquiatras parten de la aristotélica idea de la «Tábula Rasa», o sea que el hombre nace «en blanco», sin ninguna característica o con características heredadas pero de tipo general. Mas eso no puede hacer que una persona le tenga miedo a los árboles, por ejemplo, y que cuando vea un árbol se horrorice, se revuelque por el suelo y empiece a echar espuma por la boca.

Obviamente, la teoría de los genes heredados, de la educación, no satisface como explicación.

A algunos de los psiquiatras, entonces, se les ocurre no seguir la línea de pensamiento, sino la línea de emoción, lo que ya Jung llamaría en sus primeras obras el «hilo rojo». Siguen el hilo rojo de la emoción y se van a encontrar ante un tipo de fenómeno muy curioso: el fenómeno de que una persona pue­de recordar una serie de circunstan­cias de su vida hasta que llega ya no sólo a la etapa de hiño, sino a la pre­natal. Parece ser que ya en la etapa prenatal, de alguna manera, el feto percibe y siente, el ambiente que lo rodea. Las nuevas investigaciones es­tán recordando esto, cosa que confirmaría las viejas tradiciones de nues­tros abuelos en el sentido de que a la mujer, cuando está embarazada, ha­bía que tenerla en lugares especiales, no había que hablar determinadas co­sas ante ella, no había que mostrarle cosas horribles porque podían quedar grabadas en el niño.

Todo eso que había caído en el descrédito y que había parecido una cosa ridícula, hoy vuelve a tomar fuerza al haberse cons­tatado que, de alguna forma, aún en el feto existe memoria.

Para poder hacer esto, los psiquiatras han empleado la hipnosis, pero no a la manera oriental, sino la sugestiva, a la manera occiden­tal. Explico brevemente cuál es la dife­rencia entre las dos.

En Oriente, desde hace miles de años, se ha desarrollado la técnica de emitir una voluntad. Vamos a ver: yo puedo mover este brazo, lo muevo; pero no puedo mover, tal vez, el brazo de este joven. Yo puedo mover este brazo porque logro hacer que mi volun­tad se refleje, de alguna manera, en mi sistema nervioso, que hace que mi brazo se mueva o que yo pueda levan­tar esta tiza.

En cambio, yo no puedo transferir mi voluntad a este señor para hacer que él levante nada; él lo va a hacer cuando su propia voluntad se lo indique.

La hipnosis oriental, basada en la concentración en ciertas figuras geométricas, hace que una voluntad reemplace a otra; la voluntad del hip­notizador reemplaza a la voluntad del hipnotizado, de tal manera que el hip­notizado hace todo lo que el hipnotiza­dor le mande.

Así, las teorías occiden­tales de que el hipnotizado no va a hacer nada que esté en contra de su conciencia, son falsas, porque en el sis­tema de hipnosis oriental, el hipnotizado va a hacer cualquier cosa que le mande el hipnotizador, esté a favor o en contra de lo que puede él considerar moral. De igual forma, mi mano va a hacer todo lo que yo le mande hacer, incluso meterse en el fuego, esté en contra o a favor de su instinto de conservación o del placer que le pueda producir.

A lo mejor, a mi mano le da un placer sensible estar dentro de agua caliente, dentro de per­fume; pero también puedo meter mi ma­no dentro de la última porquería porque puedo vencer la voluntad biológica de mi mano. De la misma manera, el hip­notizador de Oriente vence la voluntad del hipnotizado.

En Occidente, el sistema es dife­rente; se basa en una serie de suges­tiones y en una asociación entre el hipnotizado y el hipnotizador, algo co­mo un consorcio, una amistad - diría­mos -, en que el hipnotizado está de acuerdo con el hipnotizador. Va en­trando en etapas cada vez más profun­das de su sueño, se va liberando de la parte consciente y de la parte actual, para ir profundizando dentro de sí mis­mo. Es entonces cuando los psiquia­tras empiezan a buscar en la etapa fetal, o aún en la del engendramiento, las causas por las cuales hay tantas personas con traumas inexplicables, mediante el sistema típico utilizado hasta ahora, del buceo en el análisis.

Pero ocurre algo asombroso: cuando intentan cortar la experiencia, la perso­na dice: «¡Qué bien me siento! Estoy muy bien, estoy en un ambiente dife­rente, no tengo cuerpo». Y empieza a narrar cómo es la vida más allá de la muerte - o antes del nacimiento, que es lo mismo -.

Ante su estupor, em­pieza a oír, a medir y a grabar todo esto, y encuentran una serie de des­cripciones, donde coinciden docenas y docenas de hipnotizados que no se conocen entre sí y que tienen diferen­tes conceptos religiosos; algunos son materialistas o ateos, o son cristianos o musulmanes. Esta gente, todos, coinciden en esa gran paz, en ese estado idílico antes de nacer.

Continuando el experimento, encuentran de nuevo ondas de vida incluso registra­das en los aparatos de control de elec­troencefalograma. Ven desespera­ción, gritos, muerte. Se encuentran an­te algo verdaderamente asombroso para ellos: descubren que pueden bu­cear en varias encarnaciones.

Obvia­mente, personas que tienen disciplina y método quieren saber si es cierto lo que dicen estas gentes de otras encar­naciones, así que les piden una serie de datos; las personas hablan frag­mentariamente, como si se tratara de diapositivas.

Debemos tener en cuen­ta que nuestra conciencia actual tam­bién es fragmentaria: si vosotros ahora recordáis vuestro pasado, solamente recordaréis hechos que os hayan cau­sado impacto. De vuestra vida no te­néis una visión continua, sino fotogra­fías; es como un álbum de fotografías donde va a aparecer lo agradable y lo desagradable que os ha ocurrido, ge­neralmente aquello que os ha hecho impacto emocional. De ahí que la gen­te que ha llevado una vida aventurera, una vida muy activa, tenga la sensa­ción de que ha vivido mucho y que es muy vieja; y que la gente que ha vivido una vida tranquila, burguesa, alejada de todo esto, tenga la sensación de que muere joven porque no siente que haya estado en tensión.

Un soldado que haya estado un año en el frente se siente más viejo que un hombre que le duplica o triplica la edad, pero que ha estado en una oficina durante toda su vida. La línea de la emoción es funda­mental en esto. Encontramos, enton­ces, que estas diapositivas, estas vi­siones de vidas anteriores, o de lo que fuesen, no difieren mucho de las que nosotros tenemos de nuestra propia encarnación actual, de nuestra vida actual.

Algunos de los entrevistados, de los psicoanalizados, incluso criaturas, niños de doce, catorce años, dicen haber vivido en otros países; por ejem­plo, algunos nativos de California di­cen haber vivido en pueblos de Irlanda; dan nombres de familias del año 1500 o del 1600; dan el nombre del cura o del obispo, el de un señor que tenía una fábrica de sogas trenzadas, etc. Se investiga todo eso y concuerda. Incluso hay algunos analizados que, en estado de hipnosis profunda, cuan­do revivieron sus anteriores encarna­ciones, hablaron en el idioma antiguo, no en el actual. Tanto es así que, en un caso analizado por este doctor, se en­contró una persona que hablaba ara­meo. Como el arameo no lo conoce nadie se buscó un especialista en len­guas antiguas que, si bien no dominaba el arameo porque no ha quedado re­gistro a la manera del griego o del roma­no o latín- encontró que todo lo que él sabía de arameo, coincidía con lo que decía la mujer y la entendía.

Es decir, que se han encontrado pruebas científi­cas prácticamente irrebatibles y eso es­tá causando una conmoción verdadera­mente extraordinaria en el mundo de la Psiquiatría en Europa, en el terreno de la investigación del hombre, porque ha planteado algo, ya no a nivel fe, a nivel creencia, sino a nivel de ciencia y a nivel de investigación concreta.

Antes de terminar, quiero señalar hasta dónde podría afectar este nuevo conocimiento, hasta dónde lo pode­mos investigar, hasta dónde coincidiría con ciertas doctrinas antiguas y servi­ría para explicar el mundo actual. Por­que todo lo que nosotros hacemos en la investigación, es para comprender­nos un poco a nosotros mismos y ex­plicarnos nuestro mundo actual.

Nos encontramos ante estas inves­tigaciones psiquiátricas con un factor que ya conocíamos, pero de una ma­nera teórica. Pitágoras, por ejemplo, dijo que el número de Almas es fijo, es decir, el número de Almas de la Huma­nidad dentro de un período de tiempo determinado, pero lo suficientemente largo como para que no nos interese otro, es fijo. Los orientales también nos hablan de los Yugas o ciclos tempora­les. Algunos de vosotros habréis oído hablar del Kali-Yuga: estamos en la Edad de Hierro; algunos creen que del Kali-Yuga salimos ahora, el año que viene, pero el Kali-Yuga durará 400.000 años y hace 5.000 que empe­zó. Estos Yugas son muy grandes y dentro de ellos no cambia el número de Almas, es fijo.

Ahora, tracemos una línea imagina­ria, como una especie de horizonte, que separaría lo que consideramos vi­da de lo que consideramos muerte. Cuando aquí cae el Sol, en otros paí­ses surge el Sol. No vamos a decir ahora, como los primitivos, que es otro Sol, que uno se murió y el otro está naciendo; es el mismo, obviamente. Pero para nosotros, para los que esta­mos en Lima, el Sol cayó y la noche vino; y para esos otros pueblos en cambio, el Sol se levantó.

Hemos visto a través de estas in­vestigaciones psiquiátricas, que la gente, en estado de hipnosis, no se reconoce viva ni se reconoce muerta, en otras palabras, se reconoce siem­pre viva, no se considera muerta, se encuentran siempre vivos de una ma­nera u otra. Entonces imaginemos que hay una línea entre la vida y la muerte. El hombre tiene una vida, vamos a suponer de 70 años, y luego tiene un largo período que los hindúes llaman devakáníco, un período celeste. Este hombre, cuando lo hace, renace lava­do - como dirían los griegos- por las aguas del Leteo. Le ha quedado su ser interior pero ya no guarda memoria de haber sido un hombre que murió a los 70 años, que tuvo mujer, nietos, pro­blemas, que combatió en la guerra, etc. Viene lavado como en cierta forma venimos lavados de las vacaciones, después de un largo viaje, un poco olvi­dados de ciertos problemas.

Así también el hombre, al volver a la vida, lo haría lavado de todos esos problemas y, de alguna manera, impregnado de un mun­do espiritual. Pero pensamos que hay muchos hombres, muchas Almas en­carnadas, que el crecimiento demográ­fico ha hecho aumentar enormemente la cantidad de almas que tienen cuerpo en la tierra.

Reconoceréis, entonces, que el período de vida celeste, comprobado también a través de las investigaciones hipnóticas, se reduce. Entre una encar­nación, por ejemplo, en Grecia o Roma y la siguiente pasan más de mil años. Sin embargo, después de la reencarna­ción en el siglo XV hay otra en el siglo XVIII y otra ahora... Sería, entonces, propio suponer que la próxima encarna­ción estaría a veinte o treinta años de su muerte y cada vez se acercarían más la cuna y el ataúd, de modo que las perso­nas que mueren carecerían de vida ce­leste, de esa posibilidad de lavarse.

Y estamos viendo el fenómeno en la actualidad: nuestros niños nacen di­ferentes. Pero todos los padres, de alguna manera u otra - ya sean pa­dres físicos o espirituales- nos conformamos diciendo: «Lo que pasa es que los niños ahora están más desa­rrollados que antes, están más «des­piertos», es otra cosa, antes eran ton­tos...»!No! Es que nacen adultos, y por eso tienen en sí conocimientos sexua­les prematuros, a veces anteriores a su propio desarrollo fisiológico sexual; tienen conocimientos políticos, socia­les, resentimientos, incluso; y tienen amores y racismos.

Es extraordinario ver cómo ese tipo de niño es el que está apareciendo cada vez más. Sa­béis perfectamente que en Alemania Occidental en la actualidad, en Italia y en otros lugares, los choques políticos más terribles, en base a las ideas de la Segunda Guerra Mundial, los están teniendo niños entre doce y dieciséis años. Ellos son los que se están ma­tando otra vez por los rojos o por los nazis, son los que vuelven los que se enfrentan; los demás los miran des­concertados. ¿De dónde les viene eso? ¿De dónde les viene ese cono­cimiento? ¿Cómo explicar que al ver ­una fotografía de un líder de hace cuarenta, cincuenta o sesenta años, lo saluden a la manera como se le saludaba, niños que ni siquiera tie­nen conciencia de todo ello? ¿De dónde les viene el odio, el rencor hacia los que no piensan como ellos? ¿De dónde el conocimiento, siendo ni­ños, para fabricar armas caseras pero muy efectivas?

Es obvio que estamos viviendo un fenómeno terrible, el del crecimiento demográfico, que puede hacer tamba­lear toda nuestra cultura occidental. Desgraciadamente, las autoridades eclesiásticas se oponen a ciertos con­troles necesarios de la natalidad con el argumento de que podrían coartar la libertad individual. Sin embargo, desde mi punto de vista, la libertad individual, si es verdadera, no se coarta nunca. El hombre que tiene libertad, tiene con­ciencia, tiene responsabilidad; en cambio, el hombre que no tiene liber­tad es precisamente el que no tiene conciencia ni responsabilidad. Vemos que los casos de explosión demográfica se dan generalmente en las familias más incultas, en aquellas que no planean nada, que tienen niños porque no pueden hacer a menos; en cambio, en las familias más cultas, don­de hay cierto planeamiento, cierta con­ciencia, donde se cuenta cuánto se gana y cuánto se gasta, cuántos hijos se pue­den mantener, hay, en cambio, una me­dición de los niños que van a venir al mundo.

El crecimiento demográfico es un grave problema que se puede tam­bién estudiar a la luz de estas nuevas teorías sobre la reencarnación.

¿Será cierto o no que volvemos a vivir? Además, ¿es agradable o no volver a vivir? Porque también eso es cuestión de pensarlo. ¿Es agradable para los que ya tenemos algunas ca­nas, volver a ser niño, un adolescente, volver a equivocarse tantas veces? ¿Qué es lo agradable y qué lo desa­gradable?

Recordemos las enseñan­zas orientales que nos dicen que nada es grande, ni pequeño. Todas las cosas son en comparación con otras.

Yo no puedo decir que el público que me escucha hoy, amigos míos, es un pú­blico grande en número, pues no es grande junto al público que otras veces me escuchó en otras partes mayores.

Es grande en comparación a cien per­sonas, es chico en comparación a mil personas. No existe ni lo grande ni lo chico ni lo pesado ni lo liviano; no existe ninguna cosa con valor absolu­to, todas las cosas son relativas.

Pero lo que no es relativo es, tal vez, una afirmación ancestral que está dentro de nuestros corazones: aque­llos que alguna vez hemos tenido una experiencia mística y la tenemos, aquellos que hemos tenido la suerte de participar del Ideal y de la vivencia acropolitana, que hemos tenido la suerte de «bucear» en las viejas civiliza­ciones y rescatar no solamente los vie­jos conocimientos, sino el viejo sentido del Honor, y que nos atrevemos a soñar con un HOMBRE NUEVO Y MEJOR, encontramos en estas investigaciones un reconfortante hálito de realidad.

Amigos, la muerte no existe.

Fecha publicación: Marzo 1978


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