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La Alquimia


DELIA STEINBERG GUZMÁN

La Alquimia es una realidad extraña; fue siem­pre ciencia y filosofía secreta , y esto hace que nos re­sulte más rara todavía.

Cuando en nuestro Medioevo se recupera la Alquimia, y digo se recupera porque viene de mucho más atrás, reaparece con sus elementos metafísicos bastante disminuidos, con los conocimientos teóricos perdidos en gran par­te, y con nociones prácticas que deben volverse a ejecu­tar para comprobar su autenticidad y efectividad.

Así es como en el Medioevo nos encontramos con muchísimos experimentos, algunos con bastante éxito y otros no tanto. Alquimistas ha habido en la Edad Media (y me refiero a ellos porque es de los que tenemos más noticia histórica), que han llevado a cabo su obra, su pro­ceso, llegando a eso que se nos hace un sueno por lo maravilloso y extraño y que es la conquista del oro: mencio­nes hay de Reyes y Príncipes que han premiado a alquimis­tas por haber obtenido oro, y también hay relatos de No­bles y Reyes que no han tratado tan bien a otros alquimistas que, a pesar de sus promesas y de toda buena voluntad del mundo, no habían logrado oro. También hay relatos de que volaron con laboratorios incluidos. Y es que, al ser precisamente una ciencia práctica, el peligro que se corría, por su desconocimiento, era muy grande.
¿Qué es lo que nos queda de la ?Alquimia?? ¿Qué elementos recogemos de la leyenda alquímica? ¿Por qué la Alquimia es cosa rara?

Haré un recuento de las pocas ideas que circulan, no siempre correctas y no siempre bien asentadas, sobre el problema de la Alquimia.

El aspecto primero con que aparece hoy, es el de un procedimiento para fabricar oro, una fórmula para transmutar metales menos nobles en oro, con el fin de enriquecerse y, por consiguiente, de lograr poder. Es­te es uno de los elementos fundamentales que surge inme­diatamente siempre que nos hablan de la Alquimia.

Otro problema más, que se considera objeto de esta ciencia, es el de la inmortalidad. En muchas oca­siones, al hablar de alquimistas, de los personajes que se dedicaron a estos estudios, corren extraños rumores de que consiguieron una fórmula para obtener la inmorta­lidad (física, se entiende, pues en los tiempos que co­rren, parece ser la única que nos interesa). Entonces, todo el mundo trata de ver cuál era el sistema para ser eternamente jóvenes, que medio habían encontrado estos Maestros, estos "seres extraños", a quienes se veía siempre con el mismo rostro y que aparentemente no envejecían. Por lo tanto, la Alquimia, además del oro, logra (por si fuese poco) la eterna juventud, el eterno "estar vivo", corporalmente hablando.

Y otro aspecto bajo el que se ve la Alquimia, y del que nada tratan los filósofos de la remota antigüedad, es el logro de la felicidad. Parece ser que, de una forma u otra, se confunden el poseer oro, el poseer juventud y el poseer felicidad. Y así, se piensa que los alquimistas buscaban por igual, cuando no se adentraban profundamente en la parte metafísica de la doctrina, o ser felices, o ser siempre jóvenes, o poseer grandes riquezas.

Sin embargo, vamos a ver que, aunque esta es la leyenda que circula y esto lo que se conoce, el pro­blema de la Alquimia es diferente. ¿Desde dónde nos viene la leyenda?

La leyenda nos viene de muy lejos; la Alqui­mia no es precisamente un conocimiento medieval, como pudiera parecernos si nos referimos a aquellos libros y textos que hoy tenemos más a mano.

En la Antigua China había alquimistas, y no sólo en la China que hoy podemos catalogar de China Im­perial, con Emperadores perfectamente conocidos en cuan­to a fechas y dinastías. Se habla también de alquimis­tas en China desde, prácticamente, épocas míticas; desde la época del primer hombre, desde los Emperadores Celes­tes o Emperadores Semidivinos, que llegaron a la tierra trayendo un extraño secreto que era el Fuego. Con él conformaron unas Cofradías de Herreros (que poseían secretos aún mayores, porque, comenzando a trabajar con los metales, habían logrado producir cambios, transmutacio­nes, diferenciaciones.

Cuando aparece Lao-Tsé, lo único que hace con su doctrina, es agregar un toque de espiritualidad, de metafísica, a un conocimiento práctico que, por lo visto, existía desde épocas inmemoriales.

También la India tuvo Alquimia. Fue de un ca­rácter mágico-práctico, pero no revertido sobre los metales, como en el caso de las Cofradías de los chinos. La India se interesó fundamentalmente por un objetivo: El Hombre. Sus procesos estaban dirigidos a las transmuta­ciones humanas, a los cambios humanos, a los estados místicos y a todas las formas de cambio y de evolución que podían lograrse mediante la aplicación de esa fórmula al hombre.

En Egipto, ¿cómo no hablar de Alquimia? ¿Cómo no iban a conocer Alquimia estos fantásticos científicos que asombraron en su tiempo y nos siguen asombrando? Algo sobre la naturaleza de las piedras y los metales, so­bre la naturaleza de los hombres, sobre la naturaleza de los mundos, debieron conocer los egipcios si tenían la capacidad, por citar nada más que un ejemplo, de colocar las piedras de las pirámides, unas sobre otras, sin ele­mentos de unión; de medir sin elementos de medición (por lo menos esto es lo que nos dicen nuestros libros) y de saber cortar la diorita con cobre (según se deduce de los análisis de radiocarbono, que detectan la existencia de rastros de este metal), lo cual es como cortar madera con un cuchillo de papel. Por todo ello tendríamos que aceptar que tenían fórmulas o sistemas para modificar ciertos cuerpos de la Naturaleza en determinadas circunstancias.

En Egipto, la tradición de la Alquimia se re­monta a una de sus Deidades, Thoth, el Dios de la Sabi­duría y de las Ciencias. Es precisamente a través de los griegos como nos llega la tradición alquímica de Egipto: tanto el nombre de Egipto --que etimológicamente significa "secreto"-- como el de Hermes --así se llamaba Thoth en Grecia-- motivan el que hablemos de la Al­quimia como tradición "hermética", de aquello que corresponde a Hermes, y no sólo a Hermes como Deidad, sino a hermético como secreto, dado que una de las características de Thoth para los egipcios y de Hermes para los griegos, era el secreto, el enorme cuidado que se ponía en guardar estos conocimientos. Esto no se hacia por egoísmo, como hemos dicho muchísimas veces, sino por precau­ción, para no dañar a aquellos que, no conociéndolos su­ficientemente, los interpretaran con error o los malem­plearan.

La tradición alquímica egipcia llega, práctica mente, hasta los siglos II, IV y V, desarrollándose en estos últimos momentos en Alejandría, con fantásticas Escuelas dedicadas a este Conocimiento, que imparten la misma sabiduría de muchos siglos antes y que posterior­mente retomaron, a partir del siglo VII-VIII, los árabes. Estos serán sus depositarios y transmisores para Europa.

Nuestro mundo occidental retoma la Alquimia, a partir del siglo XI, con ocasión de las Cruzadas, haciendo que los hombres que llegaron a Oriente encontraran un mundo completamente diferente, con conocimientos que ya estaban olvidados, con referencias a autores que ya no se recordaban. Entre tantas cosas, los occidentales traen de Oriente la Alquimia, y esta echa nuevamente raíces profundas en este mundo europeo donde se había cono­cido desde hacia muchísimo tiempo.

Hablando de los árabes, sería bueno recordar que el nombre de Alquimia es muy probable que se lo debamos a ellos. Parece que hayan llamado Alquimia a una ciencia Al-quimiya, que se refería a un trabajo con la tierra negra. Esto nos hace recordar el viejo nombre de Egipto: Kem o Kemú o Kemi, Negro, la Tierra Negra, la Tierra Oscura, Roja, pero muy oscura. Por lo visto, los árabes, en reconocimiento hacia aquellos sabios de la antigüedad que hablan sido su fuente de inspiración, dieron el nombre de Alquimia a su ciencia, que trabajaba con la tierra negra, con la materia, lo pesado, lo negro, lo terrestre, para producir, por último, la gran transforma­ción, la gran apertura, la gran transubstanciación.

Hay mucha tendencia a ver en la Alquimia una suerte de anticipación de la química. Lo mismo que se hace con la astrología y astronomía, se dice, hablando de la Alquimia y la química, "que la Alquimia es la madre loca de una hija cuerda".

Si bien es cierto que tanto la Alquimia como la química trabajan con elementos de la naturaleza, no utilizan los mismos, ni de la misma forma, ni tienen los mis­mos principios, ni los mismos fines. La química necesi­ta de los elementos, de un laboratorio físico, de las manos físicas y de un agente físico, que es el hombre. La­ Alquimia, además de todos estos elementos, necesita de una serie de principios morales y filosóficos y consta de una serie de trabajos que no siempre se realizan a través del cuerpo, sino mediante el Alma.

Por lo anterior, negamos la exacta relación entre ambas. Además, debemos recordar que los antiguos so­lían diferenciar perfectamente lo que era un fenómeno físico, químico y alquímico. Desde el momento en que ha­cían estas tres diferenciaciones, es porque no se refe­rían a la misma cosa.

A continuación definiremos y pondremos un ejemplo a nivel actual para explicar estos tres tipos de transformación.

La realización de un fenómeno físico sobre un cuerpo cualquiera conlleva su cambio de forma, pero no un cambio molecular: no hay cambio interno profundo. Observad una barra de tiza: tiene su forma de barrita que, precisamente, es la que nos permite reconocerla. Ahora podría machacarla para convertirla en polvo, y ha­bría realizado un fenómeno físico, puesto que la tiza cambió de forma: lo que yo tenía como barra, ha dejado de serlo para convertirse en un montón de polvo de tiza. Pero yo no he cambiado la conformación molecular de la tiza, que es la misma en polvo o en barra. El fenómeno no ha pasado de ser un fenómeno de forma, un fenómeno físico.

Ahora vamos a tomar otro ejemplo, también muy conocido por todos nosotros, para comprender lo que es el fenómeno químico.

Todos sabemos que el agua está formada por Hidrógeno y Oxígeno. Si con medios adecuados producimos la separación del H por un lado y el O por otro, hemos logrado la separación molecular del agua, que estaba formada por dos partes de H y una de O. Al separarla, obtenemos dos elementos diferentes, que ahora están separados. Efectivamente, una cosa es el H, otra es el O, y ya no hay agua. Aquí tenemos un fenómeno químico.

Ahora vamos a suponer, para ver qué es un fenómeno alquímico, que tomamos un átomo de H y que, mediante ciertos procedimientos, que son los propios de la Al­quimia, producimos no ya un cambio formal, no ya una separación molecular, sino un cambio dentro de la molécula. Lo que era una molécula de H, a través de ciertas rupturas, ciertos cambios y transmutaciones interiores, deja de ser un átomo de H y se convierte en un átomo de otra substancia, de otro elemento.

Esto es un fenómeno alquímico, que referido a nuestro siglo como energía nuclear y atómica, llamamos ahora "fisión del átomo", pero en realidad estamos, una vez más, ante el mismo fenómeno.

Ahora bien, ¿Qué se perseguía, desde el punto de vista de la Alquimia, al transmutar los átomos? Por­que esto no se hacia tan solo para entretenerse ni para pasar el rato en los laboratorios. Estas transmutacio­nes tienen un sentido más profundo. Parten de la base de que en la Naturaleza, o dicho de otra forma, en el Cosmos, todo lo que existe, se mueve, todo evoluciona, todo se dirige hacia alguna parte, todo tiene un fin, un Destino, tanto las piedras como las plantas, los ani­males, o los hombres. ¡Oh, los hombres, para quienes concebimos tan solo el Destino! Tal como los astros, todo se dirige hacia alguna parte, todo camina, todo se mueve.

Este evolucionar, este moverse, lleva un tiem­po, requiere una cantidad de esfuerzo, de cambios y de transmutaciones, que nosotros aceptamos como lógicas cuando suceden durante miles y miles de años, aunque nos parezcan brevísimos lapsos, en horas, en minutos.

Los alquimistas, conociendo e investigando profundamente las leyes de la Naturaleza, habían llegado a advertir cuál era el Destino que el tiempo deparaba a una serie de metales, de piedras, de plantas e, incluso, al mismo hombre.

El proceso alquímico no buscaba con sus trans­mutaciones nada más que acelerar, mejorar, ayudar a crecer. Aquello que algún día va a ser oro, puede ser oro ahora, porque ser oro representa su perfección; aque­llo que en el hombre algún día va a ser inmortal, puede ser inmortal ahora, porque eso representa su perfección. Aquello que algún día va a llegar a ser perfecto, puede ser perfecto ahora. Y si, en lugar de tardar horas, hay una fórmula para que esto tarde minutos, se hace en mi­nutos.

Así, el alquimista se convierte, cuando ejer­cita bien su ciencia y su filosofía, en un verdadero benefactor de una serie de aspectos de la naturaleza a los que ayuda a evolucionar mucho más rápidamente.

Este es el sentido de las transmutaciones, y este el sentido que en muchas oportunidades se le da al oro. El oro es un símbolo de perfección, de cúspide, lo mismo que el Sol. Todas las cosas deben reintegrar­se a su fuente primera, deben reintegrarse a su desti­no. Todo ha de llegar a su perfección, todo ha de lle­gar a su cúspide.

Y si esto ha de ser así, nos preguntamos, ¿Por qué tanto interés por parte de los alquimistas en mantener el secreto, en guardar sus enseñanzas tan ce­rradas, entre un círculo de Adeptos y sin que nadie pu­diese acercarse a ellas y mucho menos comprenderlas?

Hasta el día de hoy, hemos visto que un libro de Alquimia, que puede interesarnos poco, mucho o medianamente, es inabordable. Con los textos sucede lo mis­mo que con todos los conocimientos esotéricos de la Antigüedad: se consideran armas de doble filo.

Esas armas son peligrosas para aquellos que no han sabido dominar primero la propia personalidad, las propias pasiones, los propios apetitos terrenales. Es peligroso para aquellos que, llevados por su egoís­mo, harán uso de estos conocimientos en beneficio pro­pio y no en beneficio de la Naturaleza ni en beneficio de los demás. De allí que esto se encierre, se guarde y, de esta forma, se torne tan esotérico, tan interno, que requiere mucho tiempo poder llegar a dilucidar estos conocimientos, tanto tiempo que, a veces, como diría Platón, cuando ya ancianos llegamos a entender algo, es­tamos tan tranquilos, ya nos han pasado tantas cosas en la vida, que, probablemente, tengamos una natural acti­tud interior para trabajar, para hacer, para no desespe­rarnos y querer poseer, siempre poseer.

Veamos pues, aunque sea muy brevemente, algunos principios que constituyen fundamentalmente el "cuerpo" de la Alquimia, el conocimiento de la Alquimia.

Vamos a partir de un principio que es el bási­co, sin el cual nada puede llegar a comprenderse. Este primer principio es el de la UNIDAD DE LA MATERIA. .

A él nos hemos referido muchas veces; véase, por ejemplo, nuestra conferencia "Amuletos y Talismanes". TODA LA MATERIA ES UNA. Cuando se manifiesta puede adquirir múltiples aspectos, puede tomar las mil formas variadas e inacabables de una imaginación enriquecida. Pero la materia, la Base, la Raíz, es UNA.

Al considerar la materia Una, una Gran Materia Primordial, un Gran Principio Primero que es base y fundamento de todo el Cosmos, cabe, implícitamente, otro Principio que también desarrolla la Alquimia: todo lo que es en el Macrocosmos, es también en el Microcosmos; todo lo que es en grande, es también en pequeño; todo lo que se da en el cielo, se da en el hombre, y viceversa.

Ampliando, extendiendo con líneas todos los procesos humanos, podemos llegar a comprender todos los procesos cósmicos. Hay una similitud, hay una correlación, una semejanza, dado que todo parte de un Primer Principio, de un Primer Elemento Base, que sirva para lo grande y para lo pequeño, para lo que está arriba y para lo que está abajo.

En base a esa similitud es como la Alquimia va dando de los principios que componen al hombre según viejas civilizaciones que a través de su religión y filosofía afirmaron la existencia de siete elementos. También los alquimistas, en sus conocimientos filosóficos, repiten el concepto del septenario.

Según la Alquimia hay cuatro principios infe­riores y tres superiores.

Los cuatro inferiores están implícitos en la división hecha entre el Azufre, el Mercurio y la Sal. El Azufre equivale al Fuego; el Mercurio, con su doble capacidad de sólido y líquido, equivale al Aire por un lado y al Agua por el otro; y la Sal equivale a la Tie­rra. Y así, encontramos los famosos Cuatro Elementos de los alquimistas: Fuego, Aire, Agua y Tierra, que no son el fuego que conocemos, ni el aire que respiramos, ni el agua que bebemos, aunque si la tierra a la que nos referimos cuando decimos tierra.

Como dirían los alquimistas, lo único que conocemos nosotros es la Tierra, por tener la conciencia im­bricada en ella. Todo lo demás no es para nosotros más que un reflejo de ésta. Conocemos el agua de la Tierra, el aire de la Tierra y el fuego de la Tierra; pero desconocemos lo que es verdaderamente Agua, verdaderamente Aire o verdaderamente Fuego.

Para concebirlo, en relación al hombre, habría que pensar la Tierra como Cuerpo, el Agua como Vitalidad o conjunto de expresiones que nos distinguen como ser vi­vo, el Aire cono Psiquicidad o conjunto de emociones y sentimientos que hacen de nosotros un ser con capacidad de expresión sentimental, y el Fuego como poder de Pensamiento, de Raciocinio, de Comprensión y Relación de Ideas. Así están estos Cuatro Elementos dentro del hombre.

Para llegar al Siete, según los alquimistas, habría que dejar que el influjo de los siete planetas Pri­mordiales haya quedado perfectamente impreso; entonces, además de esos Cuatro Principios que mencionamos, se suman tres: una mente racional no referida al yo sino al conjunto de las cosas, una mente expandida; una capacidad de intuición, o sea, captación directa o compren­sión instantánea de las cosas; y una posibilidad de vo­luntad pura, capaz de concebir la acción por la acción en sí, sin necesidad de recompensa.

Vistos hasta aquí algunos principios, trataremos ahora de lo que la Alquimia llama "La Obra". Muchas veces hemos oído hablar de la Obra que hay que realizar con una Materia Prima a la que se ha de transmutar hasta llegar a la Piedra Filosofal.

¿Qué es la Obra? La Obra es, precisamente, la transmutación, ya sea práctica (que la hay, y que los alquimistas conocieron), ya sea metafísica (que la hay, y que los alquimistas también conocieron).

Si nos referimos a la Obra práctica, que puede abarcarlo todo, desde los cuerpos hasta las Almas, se nos dice que para ella se ha de partir de la Materia Primera (Materia Prima o Materia Primordial y Unitaria de la que hablábamos en un comienzo), de la que los alquimistas a­firman la posibilidad de reconocer y recoger separada y definida en nuestro mundo, aunque ninguno de ellos nos dice cuál es.

Algunos dicen que es muy fácil de encontrar y si supiésemos cuán al alcance de la mano está y cuántas droguerías la tienen, nos moriríamos de pura desespera­ción por no haber imaginado algo así.

En esta Materia Primera, como en toda Materia, se da la típica proporción de Azufre, Mercurio y Sal.

. La primera parte de la Obra consiste en separar el Azufre
La segunda parte de la Obra consiste en separar el Mercurio, y esto es en realidad, lo que interesa separar el Azufre y el Mercurio de la Cruz. La Sal no es nada más que un elemento de unión, que tiene razón y sentido de ser mientras la Cruz está formada. El cuerpo tiene razón de ser mientras nuestro Espíritu y nuestros elementos psico-vitales están unidos. En estos momentos sirve de medio de expresión, sin él no tendríamos cómo manifestar las posibilidades espirituales.

La tercera fase de la Obra, y la más delicada, es volver a unir Azufre y Mercurio, conformar lo que llaman los alquimistas, simbólicamente, un ser hermafrodita, algo que ya no tiene diferencia, que no es hombre ni mu­jer, ni grande ni pequeño, ni alto ni bajo. Este herma­frodita, que se acaba de formar con el nuevo "matrimonio" entre el Azufre y el Mercurio, está muerto.

Los alquimistas simbolizan la experiencia mos­trando cómo el Alma de este hermafrodita vuela hacia los Cielos Superiores y pide a Dios que otorgue vida nueva­mente a ese cuerpo, diferente al anterior, porque, aun­que aquí están nuevamente unidos el Azufre y el Mercurio, lo están en base al esfuerzo, en base a haberlos separa­do, diferenciado, reconocido, y vuelto a unir.

Dios desciende con el Alma, la deja entrar en el cuerpo del hermafrodita, y este cuerpo nace por segunda vez. Si tuviésemos que expresarle, ya no tan simbólicamente, diríamos que acaba de nacer la conciencia, acaba de despertar el Hombre. No bastaba para el ser vivo con que el cuerpo se moviese, hacia falta el otro elemento, recobrar conciencia. He aquí el nacer por segunda vez, lo que los antiguos entendían cuando a sus Inicia­dos les llamaban, precisamente, los Dos Veces Nacidos.

Como fin de la Obra, los alquimistas nos hablan de la Piedra Filosofal. Esta era un Símbolo tan amplio, que comprendía desde la panacea universal que convierte en Dioses a hombres, o a los Soles en Estrellas inconmensurables, de duración ilimitada, hasta la transformación de la materia prima de la droguería en la Piedra Filoso­fal, que algunos alquimistas aseguran haber visto, tocado, tenido entre sus manos y visto funcionar.

Los alquimistas aseguraron que la Piedra Filo­sofal existe, que se puede lograr, e incluso hablan de las vías para conseguirla a través de sucesivas coccio­nes o de separaciones de los elementos constitutivos de la Materia. A esta Piedra Filosofal, para saber si efectivamente lo es o no lo es, hay que ponerla a prueba, viendo si efectivamente se transforma en Oro o se trans­forma en Plata, que es la otra posibilidad.

La Piedra no actúa de manera directa, sino que para que actúe, habiéndola conseguido, hay que convertirla en polvo. Un polvo que será dorado-rojizo, en el ca­so del destinado a transformarse en Oro, y que será blanco en el caso en que se hagan transformaciones hacia la Plata.

Ahora bien, dicho todo esto, que puede parecer sencillos primera vista, nos preguntamos: ¿qué hay de verdad en estas leyendas que mencionábamos de obtener oro, de trabajar con la Piedra Filosofal, el elixir, la inmortalidad, ser felices eternamente? ¿Es todo mentira? No, no es todo mentira, indudablemente no. No nos cabe en la mente pensar que cientos de hombres, de probada inteligencia y capacidad, hayan dedicado su vida entera a la mentira. Lo que ocurre aquí, como en otras muchas cosas es que los símbolos nos ocultan la verdad y nos im­piden acceder verdaderamente a los elementos profundos.

¿Qué postula la Filosofía Alquímica, aquella a la que difícilmente nos podemos referir? Nos enseña dos cosas, algo en lo teórico, en lo espiritual, en lo refe­rido al conocimiento, y algo práctico.

En cuanto al conocimiento, la Filosofía Alquímica afirma que no hay que mirar la apariencia de las co­sas sino buscar sus raíces profundas, sus causas. No la forma que los objetos toman sino el espíritu que anida en ellos. Nos enseña a ir siempre un poco más allá, a cono­cer los elementos de la Naturaleza y a casi convivir con ellos, como si tuviesen la misma razón de ser, la misma consistencia que esto que nosotros valoramos como ser humano.

En el aspecto práctico (no en el práctico de conseguir mucho oro para obtener riqueza), la Alquimia enseña al hombre a recuperar los poderes que alguna vez perdió con la caída (y no quiero con esto convertirme en una predicadora a nivel bíblico, lejos de mí!) a la que todas las filosofías y religiones hacen referencia cuando nos hablan de que el hombre, en un determinado momento de su evolución, pierde cosas. No es que el hom­bre llegue a la tierra, el hombre cae a la tierra; no viene a la tierra, es que hay un descenso a la tierra. Su situación es, precisamente, que no puede estar en otro sitio: ha perdido la facultad de estar en otro lugar.

¿Qué es lo que devuelve la Alquimia al hombre? Le devuelve, esto y no otra cosa, los poderes para elevarse de la caída, para comenzar a subir, para volver a crecer o, como decíamos antes, para acelerar su evolución. Otorga, precisamente, al hombre, la capacidad de tornar­se inmortal. ¡Atención al significado de estas afirmaciones! Al hombre no se le torna inmortal:¡el hombre es inmortal!

El error consiste en referir la inmortalidad al cuerpo. Son muchos los filósofos y los sabios que nos han explicado suficientemente que la inmortalidad no es característica del cuerpo, la inmortalidad es cualidad del Espíritu: ¡El Espíritu es el inmortal! El gran pro­blema del hombre es que no sabe, no conciencia, no vive, no entiende que su Espíritu es inmortal y, atrapado por el cuerpo, ceñido nada más que a la vida de _éste, sólo busca darle inmortalidad. A lo único que ve, a lo único que siente y a lo único sobre lo que quiere volcar la sed de eternidad que le supera.

Ahora bien, el hombre consciente de que vive, consciente de que es, y de que permanece más allá de su apariencia física, este hombre si es inmortal. Y eso es lo que busca la Alquimia: no dar aquello ya recibido, y no de un alquimista sino de una Fuerza Superior; bus­ca dar aquello que puede dar una mota de conciencia, un poco de conocimiento, un poco de sabiduría.

¿Y cómo pensar, entonces, que el hombre que advierte que puede crecer, perfeccionarse, transmutar su barro personal en oro espiritual, su inconsciencia y desconocimiento en comprensión de la esencia de su propio yo, no sea feliz? O, ¿acaso no es feliz el hombre que se consigue a sí mismo? O, ¿acaso vamos a emplear la pala­bra felicidad para referirnos a aquellas cosas que con­seguimos con las manos de carne? O, ¿sólo da felicidad el dinero, el conseguir una casa más grande o, tener un nombre más o menos conocido? ¿No vamos, acaso, a reservar el término felicidad para la más grande de las pose­siones? ¿No es feliz aquel que, por fin, se conoce a si mismo?

Es por eso que los alquimistas no mentían: hay oro, hay inmortalidad, hay felicidad. Todo esto se con­sigue, se puede conseguir en una torre con un laborato­rio, se puede conseguir tras muchos años de estudio y esfuerzo, se puede conseguir, a veces, de una manera tan ­sencilla y tan natural que es precisamente la que prime­ro despreciamos.

Cada hombre es una torre. En lo íntimo de ca­da ser hay un laboratorio, en cada yo hay un alquimista. ¿Por qué soñar con cosas extrañas cuando, generalmente, tenemos la riqueza en nuestra mano? No digo con esto que no haya habido alquimistas, pero sí afirmo que tam­bién tenemos algún aspecto del Conocimiento, y en este caso, del conocimiento de la Alquimia, mucho más cerca de lo que acertamos a concebir.

En cada uno de nosotros hay un operador, un transmutador; hay medios, material, fuerza, vida, como para lograr el oro de la perfección. Cada hombre puede hacer del plomo de sus defectos el oro de sus virtudes. Pero primero hay que quererlo, como también los alquimistas querían conseguir su oro.

Además de quererlo también hay que trabajar para ello (los alquimistas muchas veces dejaron su vida para conseguirlo). No es cuestión de pensar "lo malo que yo tengo lo soplaré de entre las manos y mañana seré mejor", no. Hay que coger ese laboratorio interior. La transmutación se producirá y, tras del oro de las virtu­des, vendrá aquella famosa adquisición de la conciencia de la inmortalidad. Vendrá el saber que "somos desde siempre" y seremos siempre, no importa con qué rostro, no importa con qué ojos, no importa con qué voz nos ex­presemos, no importa qué tamaño tengamos.

Y como corona de todo este proceso, habremos logrado Hombres y mujeres que saben lo que son, saben lo que quieren, saben de dónde vienen y a dónde van.

Para cerrar esta charla, amigos que tantas ve­ces habéis tenido la paciencia de escucharme y de oír mis referencias y mis sueños respecto al nombre Nuevo que vendrá, y que será mejor que nosotros , me atrevo a deciros que la Alquimia me permite agregar tres virtu­des al Hombre Nuevo que tanto soñamos.

Para el Hombre Nuevo: Oro, brillo, luminosi­dad, limpieza,

Para el Hombre Nuevo: inmortalidad, aquello que está siempre; para él no hay tiempo, hay Ser.

Para el Hombre Nuevo: el mejor de los tesoros; para el Hombre Nuevo:¡FELICIDAD!


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