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El origen del calendario


Juan Carlos del Río

El primer año del III milenio.
A pesar de la controversia «popular», científicamente no hay ninguna duda acerca de cuál es el primer año del siglo XXI, y, por tanto, del III milenio. Cuando Dionisio propuso tomar el nacimiento de Cristo como origen del calendario no puso esta fecha como año cero, primero porque era un concepto todavía demasiado abstracto para la época, y segundo porque su cronología contaba annus Domini, es decir, «año del Señor», siendo, por tanto, el año en que nació Cristo el 1 a.D. del siglo I. Tras cien años más se llega al 31 de diciembre del año 100, y éste es por lo tanto el último del siglo II. De forma análoga, el último día del siglo XX será el 31 de diciembre del año 2000, empezando el III milenio el día siguiente, 1 de enero del 2001. En resumen, en el sistema de contar años que usamos nosotros, no hay año cero, y la secuencia de años cerca del principio es ..., 3 a.C., 2 a.C. 1 a.C., 1 d.C., 2 d.C., 3 d.C.,... Por lo tanto, puesto que no existe el año cero, y puesto que el primer año del primer siglo fue el año 1, así también será el año 2001 el primero del siglo XXI y por ende del III milenio. Otra cosa distinta es que la noche del 31 de diciembre de 1999 será un evento «milenario» porque al comenzar el año 2000 cambiarán los cuatro dígitos de golpe, pero aunque la irreflexión de la mayor parte de la población humana señale esa noche como cambio de milenio, las matemáticas y el estudio de la historia nos dicen que el cambio sucederá el próximo año.

Los primeros tiempos
Tan difícil como llevar al hombre a la luna o levantar las pirámides es conseguir un calendario preciso. El hecho de que un año solar no sea múltiplo exacto de días (su duración es 365.242199), ni tampoco de meses lunares, y ni siquiera éstos sean tampoco un múltiplo exacto de días, y que todos los años duren lo mismo, hace difícil la construcción de calendarios incluso hoy, con métodos modernos. Para complicar más las cosas, nuestro pequeño y asimétrico planeta se contonea y tambalea ligeramente, separándose de este camino marcado por la órbita elíptica de la luna y la atracción gravitatoria del sol. El resultado es que cada año varía en unos pocos segundos, haciendo que la duración exacta sea tan impredecible como saber dónde caerá un rayo. Así, no nos extrañan los problemas que han tenido todos los que a lo largo de la Historia han intentado establecer un calendario para saber cuándo recoger la siembra, recaudar los impuestos o hacer sacrificios a los Dioses.

Los primeros intentos para establecer un registro del tiempo seguramente se remontan a hace unos 30.000 años, cuando los Cro-Magnon se dieron cuenta de que las cambiantes fases de la luna eran fijas y predecibles. Entonces trazaron estos cambios con piedras y huesos. Un artesano del Paleolítico en Le Placard (junto al río Dordogue, en Francia) talló una serie de marcas en hueso que muestran el transcurso de los días durante las fases lunares. Esto les permitió predecir cada cuántas rayas vendría una luna llena, para poder cazar o atacar quizás a un clan rival, o contar cuántas lunas pasarían hasta el final del invierno y el regreso de la primavera.

La duración de los días y las semanas
Un día es simplemente el tiempo que tarda nuestro planeta en girar sobre su eje con respecto al sol. Sin embargo, determinar cuándo empieza el día es algo arbitrario. En el siglo VIII a. C., los astrónomos babilonios (conocidos como caldeos) consideraban que el día comienza cuando el sol llegaba a su punto más alto en el cielo, es decir, al mediodía. Para otros pueblos el día comienza cuando el sol sale o cuando se pone. Pero este método tiene un inconveniente: la duración de los días y noches varía a lo largo del año, como se dieron cuenta los que comenzaron a dividir el día en un número fijo de segmentos, llamados horas, quizá por influencia egipcia, en honor del Dios Horus. La costumbre que finalmente prevaleció fue la de comenzar el día a medianoche y utilizar una unidad constante de tiempo, el segundo, que ahora no tiene una correlación astronómica sino atómica.

Pronto los pueblos se dieron cuenta de que era necesario un período algo mayor que los días pero inferior a los meses, para establecer los días de mercado o los de culto. En muchas culturas primitivas se utilizaron semanas de cuatro días, quizá en honor de las cuatro direcciones. En Centroamérica se utilizó un intervalo de cinco días, los asirios emplearon el de seis días, los romanos un período de ocho días llamado nundinae y los griegos, babilonios y egipcios dividieron los meses en tres dé-cadas de 10 días cada uno. Al final lo que prevaleció fue la semana de siete días, para la que se han ofrecido varias explicaciones: pudiera ser el nú-mero de días en que Dios creó el mundo, según la tradición hebrea, o la duración (aproximada) de las cuatro fases lunares, o el número de planetas conocidos en la antigüedad, pues de hecho cada día estaba dedicado a un astro distinto.

Calendarios lunares y solares
Posteriormente, en algún punto de la historia los antiguos astrónomos se dieron cuenta de que aproximadamente doce ciclos lunares representaban un año de estaciones. Doce meses lunares (de 29.5 días cada uno) equivalen a 354 días, es decir, 11 días y unas horas menos que un año solar. Tal discrepancia desalineaba los calendarios lunares del año solar con sus estaciones, cambiando los inviernos en veranos en poco más de 16 años. Para contrarrestar esto se intentaron diversos métodos.

En el siglo XXI a.C. los sumerios tenían calendarios lunares, incluyendo uno de 12 meses de 30 días, con un año de 360 días, lo cual requería la adición de un mes cada seis años. En el año 2357 a.C. el emperador chino Yao estableció la sincronía con un calendario que intercalaba dos meses extras cada cinco años. Más tarde se revisó el cálculo, añadiendo siete meses cada diecinueve años, lo cual más o menos totalizaba más de 365. Hacia el fin del siglo V a.C. otros pueblos, como los babilonios y griegos, llegaron a idéntico sistema, llamado metónico, en honor del astrónomo griego Metón.

Aunque complicado, el sistema de añadir siete meses lunares cada diecinueve años (con otros pequeños ajustes) duró mucho tiempo. El calendario judío, que adoptó este cálculo de los babilonios, está todavía vigente. Pero por su complicación, la gente olvidaba añadir días o meses, y los años menguaban o crecían más a capricho de los sacerdotes y reyes que de la Ciencia.
No todas las civilizaciones fueron seducidas por la luna. En América, tanto mayas como aztecas crearon años de 365 días, muy aproximados a la duración real del año solar. Y hace 4.000 años los constructores de Stonehenge levantaron enormes bloques de piedra para determinar el momento del solsticio. Esto les permitió establecer un calendario de 365 días y varias horas.

El calendario egipcio
Los egipcios primero tuvieron un año de 12 meses con 30 días, al que posteriormente tuvieron que añadir 5 días complementarios o epagómenos, cuando se celebraban los nacimientos de Osiris, Isis, Horus, Neftis y Set. Esto se justificaba con el mito de Nut, la Diosa del cielo que había sido infiel a su esposo Ra, el dios del sol. Ra decretó que ella no tendría hijos en ningún mes de ningún año. Pero el amante de Nut, Toth, jugó a los dados con la luna ganando cinco días al año. Como estos días estaban fuera del calendario, el decreto de Ra no se pudo aplicar, y el hijo de Nut pudo nacer uno de esos días. El año se distribuía en 36 decenas, y en 12 meses de 30 días. Éste era el año sótico, que comenzaba con la salida heliaca de la estrella Sirio, Sothis para los egipcios. Este acontecimiento coincidía con el solsticio de verano y además indicaba la crecida del Nilo. Con la observación de Sirio descubrieron que el calendario se desfasaba casi un cuarto de día cada año, lo cual hacía que los egipcios consideraran el período sotíaco, de 1.461 años, tras los cuales coincidían de nuevo la salida heliaca de Sirio con las estaciones. En el año 238 a.C. los sacerdotes intentaron añadir un día suplementario cada cuatro años, pero la norma no se observó hasta que la impuso el Senado romano.

El calendario romano
Según Plutarco, antes de los romanos, el calendario tenía meses de 20 y otros de hasta 35 días, que hacían un total de 360 días. Según la leyenda, fue Rómulo quien estableció el año de diez meses, tantos como los dedos de una mano, de 29 y 31 días. El primer mes era Martius, tomando el nombre del dios Marte. El segundo era Aprilis, en honor de la diosa Venus, viniendo su nombre quizá de aphrilis, una corrupción de Aphrodita, la diosa griega antecesora de Venus. El tercero era Maius, que tomaba el nombre de la diosa Maia, madre de Mercurio. El cuarto, Junius, tomando el nombre de la diosa Juno, la esposa de Zeus. Los siguientes meses, del quinto al décimo, eran simple-mente ordinales romanos (Quintilis, Sextilis, Septembris, Octobris, Novembris y De-cembris). Alrededor del año 700 a.C. Numa Pompilio añadió al principio del año el mes Januarius, en honor del dios de los comienzos, Jano, y al final el mes Februarius, que tomó el nombre de «februare», que significa purificar, y es que el día 15 de este mes se celebraban las Lupercalia. Al principio febrero tenía 23 días, pero luego, al igual que otros calendarios, se le añadió cinco días, hasta convertirlo en 28. Según otros, sin embargo, febrero tenía siempre 23 días y cada dos años se añadía un mes «Intercalaris» que duraba 22 ó 23 días para ajustar el desfase de 11.25 días anual. Cuando enero se puso al principio del año febrero dejó de ser el último mes. En el año 45 a.C. el calendario romano pasó a ser completamente solar con 365 días.

Todo esto cambió en el año 48 a.C., cuando Julio César llegó a Alejandría, donde aprendió de los astrónomos de allí, especialmente de Sosígenes, la exactitud del calendario egipcio, adaptando al año siguiente el calendario romano, que pasó a tener 365 días, más un día bisiesto cada cuatro años, a sólo 11 minutos y 14 segundos de diferencia del año real. Los meses eran alternativamente de 30 y 31 días, excepto febrero que era de 29 ó 30 en los años bisiestos. Por entonces el calendario romano llevaba un retraso de 90 días, por la inexactitud arrastrada durante siete siglos. Esta situación se solucionó el año 46 a.C., que duró 445 días y fue llamado por César «el último año de la confusión».

Aunque la confusión no acabó aquí. A la muerte de Julio César, los sacerdotes romanos empezaron a contar, por la superstición de los números pares, años bisiestos cada tres años. Esta situación fue corregida por Octavio Augusto, que suprimió durante doce años los bisiestos. Aunque no hay un acuerdo acerca de esto, se dice que gracias a la reforma de Augusto el Senado le ofreció poner su nombre a uno de los meses. Si Quintilis fue renombrado Julius en honor de Julio César, para Augusto se destinó Sextilius. Pero como el mes de Julius tenía 31 días, y Augusto no podía ser menos, se quitó un día a Februarius (dejándolo de nuevo en 28) para añadírselo a Augustus. Y, además, para evitar que Julius, Augustus y Septembris tuvieran todos 31 días, se varió la duración de este último y la de los siguientes (Octobris, Novembris y Decembris).

El calendario en la era cristiana
Cuatro siglos más tarde, con la llegada del Cristianismo, la Iglesia decidió celebrar la Pascua no siempre en la misma fecha, sino con un sistema acorde al calendario judío. Así, el día de la resurrección se «fijó» en el primer domingo después de la primera luna después del equinoccio de primavera. Durante muchos siglos esta regla condenó a los monjes a complicados cálculos para
determinar la fecha de las futuras Pascuas.

Y esto fue lo que motivó a Dionisio el Exiguo, monje matemático y astrónomo de Escitia (actual Ucrania) a la creación del calendario que hoy tenemos. No vamos a desarrollar esta polémica, tratada exhaustivamente en otros artículos. Baste comentar que, dentro del caos intelectual de la época, Dionisio erró al calcular el año en que nació Cristo, que según las investigaciones actuales
ocurrió varios años antes de lo establecido.

Tras el primer renacimiento cultural de los siglos XI y XII, debido al redescubrimiento de los textos clásicos y romanos, y las investigaciones árabes, se detectó esta imprecisión en el calendario, pero entonces nadie osaba oponerse a la autoridad de la Iglesia. En 1267 Roger Bacon escribió que el calendario actual era «intolerable a todo conocimiento, el horror de toda la astronomía y un hazmerreír para el punto de vista de los matemáticos», pero sus críticas no surtieron efecto.

Pasaron 300 años hasta que la Iglesia admitió el error del calendario. Por entonces los 11 minutos anuales de diferencia de César se habían convertido en casi 10 días. El cambio no se produjo hasta el 24 de febrero de 1582, cuando el Papa Gregorio XIII firmó un edicto restaurando el calendario a un alineamiento correcto con el Sol, pues ya por entonces el equinoccio de primavera ocurría el 11 de marzo. Lo que se implementó fue la eliminación de los años bisiestos de cada tres siglos, de forma que, por ejemplo, el año 2000 será bisiesto, pero 1700, 1800 y 1900 no. Además, el año 1582 quedó reducido en diez días, y al jueves 4 de octubre le sucedió el viernes 15 de octubre. Esto provocó disturbios en Alemania, pues la gente pensaba que el Papa les había robado diez días, y los protestantes, llevados de cierta histeria anticatólica, rechazaron el cambio del calendario, que sólo se aceptó en Italia, España, Portugal y Polonia. Poco a poco el resto de los países católicos lo adoptaron: Alemania en 1700 e Inglaterra en 1752, donde de nuevo hubo disturbios pidiendo los once días desaparecidos. En los países orientales el cambio fue aún posterior: Japón en 1873, Rusia en 1918 y China en 1949.

En la actualidad se ha determinado que el calendario Gregoriano se retrasa 25.96768 segundos por año, lo que hace que ahora vayamos retrasados tres horas y un minuto que se convertirán en un día entero en el año 4909. Esta precisión se ha conseguido gracias a los relojes atómicos actuales, que miden el tiempo con una precisión de la milmillonésima de segundo. Irónicamente, dados los movimientos impredecibles de la Tierra, los relojes atómicos han de ajustarse uno o dos segundos cada año para no perder la sincronía con la traslación de la Tierra. Con los relojes atómicos se han descubierto fluctuaciones de 10-3 segundos en el período de rotación de la Tierra debidas a las mareas, las corrientes marinas y atmosféricas, las erupciones volcánicas y los terremotos.

El calendario chino
En China se utiliza el Calendario Gregoriano para los usos administrativos, pero el calendario tradicional todavía se emplea para establecer las fechas de los festivales, por ejemplo los de primavera y otoño. Este calendario es lunisolar, basado en las posiciones de ambos astros. Los meses tienen 29 ó 30 días y siempre comienzan con la luna nueva. Para corregir el desfase con el calendario solar se intercala un mes cada dos o tres años. Cada 19 años se inserta otro mes llamado ren-ba-yue, es decir, doble agosto, en el que, según cuentan las tradiciones, es más frecuente que sucedan catástrofes. En cuanto al principio de los días, éstos lo hacen a medianoche, como en Occidente. El calendario no tiene un comienzo u origen, sino que se utilizan ciclos de 60 años. Este ciclo proviene de combinar los 10 troncos celestes con las 12 ramas terrestres. Los primeros no tienen traducción, pero los 12 segundos son los conocidos como zodíaco chino: rata, buey, tigre, liebre, dragón, serpiente, caballo, oveja, mono, gato, perro y cerdo. El ciclo actual comenzó el 2 de febrero de 1984.

El calendario zoroastriano
Comienzan su calendario el año 389 a.C. rememorando el nacimiento de Zaratustra. Usan un calendario de 365 días que consiste en 12 meses de 30 días más otros 5 al final del año.
El calendario hebreo

Hace muchísimo tiempo utilizaban un calendario con meses de 30 días, y el año duraba exactamente 52 semanas, es decir, 364 días. Pero por influencia babilónica adaptaron un calendario lunisolar, que es el que perdura hasta hoy. Los hebreos, al igual que los babilonios, sirios y griegos establecieron una solución de compromiso entre el sol y la luna, utilizando un calendario lunisolar.
El año estaba regido por la sucesión de las estaciones, pero dentro de éste, el principio y el decurso de los meses eran regulados por las fases de la luna. El mes lunar comenzaba en el momento en que por la tarde (recordemos que los días hebreos comenzaban al atardecer), en el crepúsculo hacia Poniente, aparecía la delgada guadaña de la luna nueva. El año hebreo antiguamente comenzaba en otoño, después de la terminación de los trabajos agrícolas, pero posteriormente pasó, como en casi todos los pueblos antiguos, a la primavera.

El calendario copto
Los coptos mantienen un calendario lunisolar de 365 días más un año bisiesto de 366 cada 4 años. Tienen 12 meses de 30 días y un pequeño mes de 5 ó 6 días al final del duodécimo mes que coincide con nuestro septiembre , por lo que los coptos empiezan el año con el otoño. El origen del calendario copto es el año 284 d.C.

El calendario musulmán
Los musulmanes utilizan un calendario puramente lunar, adoptado en el año 632, dos años antes de la muerte de Mahoma. El calendario contiene seis meses de 29 días y otros tantos de 30. Este calendario se desfasa más de once días por año, pero es el utilizado para las fiestas religiosas. Para los eventos civiles utilizan el calendario occidental. El origen del calendario se estableció en el momento en que Mahoma llegó a Medina en el año 622, considerado como primer año de la Hégira.

El calendario azteca
Los aztecas usaban varios calendarios al mismo tiempo. Uno de ellos tenía 18 meses de 20 días, representados como pequeños cuadrados en el anillo exterior del famoso calendario que se conserva en el Museo de México. A estos 360 días le añadían cinco más, llamados Nemontemi, que eran días de sacrificio, y están representados por cinco puntos en dicho calendario.


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