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El laberinto



Delia Steinberg Guzmán


En el caso del Laberinto nos encontramos con un Mito, un relato de hechos y personajes simbólicos o que al menos la Historia difícilmente acepta como reales.

Pensamos que todo mito, todo hecho figurado, todo relato simbólico, en el fondo se apoya sobre alguna realidad, aunque a veces no podamos llamarla histórica. El Mito es verdadero como referencia a realidades psicológicas, a vivencias humanas, a procesos y formas que se reflejan cubiertos de símbolos y echan a rodar a través del tiempo, entre los hombres, llegando a nosotros, que tenemos que tomarnos el trabajo de develarlos, esto es, quitar sus velos y volver a encontrarnos con el sentido oculto y profundo de las cosas.

El Mito del Laberinto es antiquísimo y, me atrevo a decir, común a todas las antiguas civilizaciones. Se trata de un pasaje difícil de recorrer, confuso, que hace perderse al hombre por intrincados senderos. A veces se mezcla con el relato de algún hombre fantástico, de algún héroe o personaje que deshace el laberinto y encuentra la clave que, finalmente, lleva a la solución de este enigma que se le plantea en forma de camino.

Cuando hablamos de laberintos, el más conocido, el que más nos ha llegado a través de la mitología griega en forma de relatos aparentemente infantiles, es el de Creta. No voy a referirme a este laberinto tal y como lo recoge la mitología más conocida, sino que remontaré un poco hacia atrás en busca de aquellos elementos que pudieron encontrarse gracias a los últimos descubrimientos arqueológicos en Creta, para ver en qué fundamentaron realmente su laberinto. Además, el viejo relato no resulta tan infantil y se torna cada vez más complejo y simbólico.

Un viejo símbolo cretense, referido a su máxima deidad, era el hacha de doble filo, que también se podía simbolizar con un doble par de cuernos, un par hacia arriba y otro hacia abajo que unidos conformaban precisamente un hacha de doble filo, viejo símbolo referido a una deidad con un culto muy fuerte en Creta: el Toro Sagrado. Esta hacha recibía el nombre de Labris y según una tradición muy antigua, fue el arma con que un dios, que los griegos iban a llamar Ares-Dionisos, abrió el Primer Laberinto.

He aquí el relato: se cuenta que este Ares-Dionisos, dios muy antiguo de los primeros tiempos, desciende a la tierra. No hay nada creado, no hay nada plasmado; hay tan sólo oscuridad, tan sólo tinieblas. Pero desde las alturas a este Ares-Dionisos se le otorga un arma, el Labris, y se le dice que con ella ha de formar el mundo.

Ares-Dionisos, en medio de estas tinieblas, comienza a marchar en forma circular. Esto es muy curioso, por cuanto la ciencia actual ha descubierto que generalmente, cuando estamos a oscuras y no conocemos el recinto en el cual nos hallamos, o cuando queremos salir de un sitio amplio y sin luz, la primera tendencia que tenemos es a caminar en círculo; y cuando nos perdemos, la primera tendencia que tenemos es también a caminar en círculo.

Hacemos estas asociaciones porque querríamos, desde un comienzo, relacionar el sentido del Laberinto con ciertos atavismos que aún hoy guardamos como seres humanos. He aquí que Ares-Dionisos comienza a caminar en círculos y con su Hacha va tallando la oscuridad y abriendo un surco. A este camino que él abre y que se va iluminando paulatinamente se le llama Laberinto, es decir, el sendero tallado con el Labris.

Cuando Ares-Dionisos, después de tallar y tallar, llega al centro mismo de su Sendero, descubre que ya no tiene el Hacha del comienzo. Esta se ha tornado pura luz, lo que tiene en sus manos es una hoguera, una llama, una antorcha que ilumina perfectamente. Ha realizado un doble milagro: ha tallado la oscuridad hacia fuera con un filo del hacha, y ha tallado su propia oscuridad interior con el otro filo. En la medida en que hizo luz afuera, hizo luz adentro; en la medida en que abrió paso por fuera, abrió paso por dentro.

Así, cuando llega al centro del laberinto, encuentra el centro del camino: ha logrado la luz y se ha logrado a sí mismo. Esta es la más vieja tradición que se puede recoger en Creta sobre el mito del Laberinto. A partir de ahí, las demás son mucho más conocidas.

Igualmente conocida por todos nosotros es la del fantástico laberinto elaborado por Dédalo, arquitecto e inventor prodigioso de la antigua Creta, cuyo nombre se suele utilizar como sinónimo de laberinto o pasaje confuso.

Recordando el viejo idioma de los griegos, Dédalo o Dáctil, como se le llama en otras oportunidades, es el que trabaja con los dedos, el que construye. Su símbolo es el del constructor, no ya de un conjunto de palacios y jardines, como el laberinto del Rey Minos, sino en un sentido aún más profundo y lejano, tal vez semejante a ese primer dios que construye en las tinieblas un Laberinto de Luz.

Se dice que en realidad el laberinto de Dédalo no era una casa subterránea, ni oscura, ni tortuosa, sino un gran conjunto de casas, palacios y jardines trazados de tal forma que quien entraba en ellos no encontraba la salida. El problema no era que fuese horroroso el laberinto, el problema era que no se
podía salir.

Dédalo construyó este Laberinto para el Rey Minos de Creta, un personaje casi legendario cuyo nombre nos permite emparentarlo con muy antiguas tradiciones de todos los pueblos de estas épocas.

Este Minos habita un fantástico Palacio, y tiene una esposa, Pasifae, que va a ser la gestadora de todo el drama relativo al Laberinto.

Para llegar a Rey, Minos contó con la ayuda de otro poderoso dios, el de los
Océanos y las aguas, Poseidón. Para que Minos se sintiese seguro de su trono entre los hombres, Poseidón obra un prodigio: de entre las aguas y las espumas de las aguas, hace surgir fantásticamente un toro blanco, como un presente que otorga a este rey de las islas de Creta. Por este regalo Minos es efectivamente el Rey.

Pero he aquí que, como la mitología griega nos suele relatar, la esposa de Minos se enamora perdidamente de este toro blanco, que se convierte en lo único que anhela y desea, y como no encuentra el modo de acercarse a él, pide a Dédalo, el gran constructor, otro favor: que fabrique una enorme vaca de bronce lo suficientemente bella y atractiva como para que el toro se sintiese inclinado por la vaca y Pasifae quedase escondida en su interior.

La tragedia es enorme: Dédalo construye la vaca, Pasifae se esconde, el toro se acerca a ella y de esta extrañísima unión entre una mujer y un toro blanco, va a surgir una bestia mitad hombre, mitad toro: el Minotauro. Este monstruo, extraño engendro, va a residir en el centro del Laberinto, que a partir de ahora se va a transformar, y no será ya un conjunto de jardines y palacios, sino un lugar tétrico, aterrador y doloroso: el recuerdo perpetuo del drama del rey de Creta.

El monstruo, el Minotauro, representa la materia ciega e informe, sin inteligencia ni dirección, encerrada en el centro del Laberinto esperando las víctimas propiciatorias.

Con el correr de los años, el Minotauro se convierte en un verdadero elemento de terror. El Rey de Creta, por cuestiones de guerra, cobra a los atenienses un espantoso tributo: cada 9 años tienen que enviar 7 jóvenes y 7 doncellas vírgenes como sacrificio para el Minotauro. En la tercera entrega se alza un héroe en Atenas, el príncipe Teseo. Éste se propone a sí mismo no asumir el reino de su ciudad hasta tanto no la pueda liberar de semejante castigo, matando al Minotauro.

Teseo se ofreció él mismo para ir entre los jóvenes que van a ser sacrificados, llega a Creta, y con la clásica estratagema de enamorar a la hija de Minos, Ariadna, logra que ésta le entregue un ovillo de hilo para penetrar en el Laberinto. Este ovillo es fundamental. Teseo entra y lo va desenrollando a medida que penetra por los intrincados pasillos. Cuando llega al centro, logra matar al Minotauro y salir del laberinto desandando literalmente sus pasos.
En las versiones más recientes Teseo mata al Minotauro con una espada o puñal. Pero si nos vamos a los más viejos relatos y a las figuras que encontramos en antiguos vasos áticos, lo hace con un hacha de doble filo. Una vez más, el héroe, que se abrió camino dentro del Laberinto, cuando llega al centro realiza el prodigio con un Labris, un hacha doble.

Hay un misterio más que dilucidar. Lo que Ariadna entrega a Teseo no es exactamente un ovillo, sino un huso alargado con hilo. Este huso es el que Teseo irá desenvolviendo a medida que penetre en el interior del Laberinto. Pero cuando sale y comienza a recoger su hilo y a enrollarlo nuevamente, lo va a sacar en forma perfectamente circular. Este símbolo tampoco es nuevo. El huso alargado con que Teseo penetra es la imperfección de su propio ser interior, que necesita desenvolverse y pasar una serie de pruebas. La esfera que construye al recoger el hilo representa la perfección lograda tras haber pasado la prueba y salido nuevamente al exterior.

Laberintos hubo muchos y Teseos también. No faltan tampoco en España. En la zona del Camino de Santiago y en toda Galicia existen infinidad de grabados en piedra, antiquísimos, de laberintos dibujados, repetidos sistemáticamente como si fuesen una señal, una marca que atrae al peregrino y le induce a recorrer este sendero que, si bien a nosotros se nos presenta como recto, en cuanto al sentido simbólico y de realización espiritual es también un laberinto.

Podemos encontrarlos también en Inglaterra, en el famoso castillo de Tintagel, donde se dice que nació el rey Arturo. Y en la India, donde fueron tomados como símbolo de meditación, de concentración, de retorno sobre el propio eje.
En el Antiguo Egipto, en la ciudad de Abydos, tan antigua que casi se entronca con la historia predinástica de Egipto, existía un laberinto: el Caracol de Abydos, un templo circular en cuyos pasillos se celebraban ceremonias relativas al tiempo, a la evolución y a los muchos caminos que tenía que recorrer el hombre hasta encontrarse con el centro, que es en realidad el propio hombre.

Este caracol de Abydos parece haber sido la parte infinitesimal de otro enorme laberinto, al cual hace referencia Herodoto, que afirma que era tan grande y maravilloso que la Gran Pirámide quedaba oscurecida a su lado.

En el Medioevo, en las catedrales góticas, tampoco faltaban laberintos. Uno de
los más famosos es el de Chartres, dibujado en las losas del pavimento de la gran catedral. Este laberinto no es para perderse, sino para recorrer, en una especie de Camino Iniciático, de realización, que el candidato debe recorrer.
Es difícil perderse en el laberinto de Chartres; los caminos están perfectamente señalados, las curvas y los trayectos están a la vista, pero lo importante es llegar al centro, a la piedra cuadrada donde los clavos marcan las distintas constelaciones y donde el hombre, de una manera alegórica, ha llegado al cielo y se ha instalado entre las deidades.

Probablemente todos estos mitos de la Antigüedad, y aun los laberintos simbólicos que se trazaban en las catedrales, obedecían no tanto a una realidad histórica, sino más bien psicológica. Y dicha realidad está tan viva hoy como siempre. Hay un laberinto de iniciación que es el camino para que el hombre pueda realizarse a medida que lo recorre, y hay un laberinto que se traduce en forma material y psicológica.

Materialmente no hay que buscar mucho. Todo aquello en lo que estamos inmersos, donde vivimos y nos desenvolvemos, constituye un laberinto. Pero así como los paseantes de los jardines de Creta no se apercibían de que entraban el el laberinto, así nosotros en nuestro mundo circundante tampoco somos conscientes de ello.

Psicológicamente, la angustia de un Teseo que buscaba al Minotauro para matarle es también la del hombre que teme y está desconcertado en su interior.
Tenemos miedo porque no sabemos qué elegir, qué hacer, hacia dónde dirigirse y dejar correr los años de la vida en nuestra medianía perpetua, agotadora y tristísima.

Es difícil poder decir de nosotros mismos quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Estas tres postulaciones tan simples, tan sencillas, que casi ni parecen preguntas sino cosa de niños, son las que crean, sin embargo, nuestro desconcierto fundamental. ¿Qué sentido darle a nuestra vida sino un puro desconcierto? ¿Para qué trabajamos o estudiamos? ¿Para qué vivimos? ¿Qué es la felicidad? ¿Qué perseguimos?

Psicológicamente seguimos inmersos en un laberinto; aunque no haya monstruos, aunque no haya pasadizos, estamos perpetuamente atrapados.
Claro está que el mito ofrece una solución. Teseo no entra con las manos vacías al laberinto: lleva dos cosas: un hacha (o una espada) para matar al monstruo, y un huso de hilo u ovillo para encontrar el camino.

Traduzcamos un poco esto a nuestro lenguaje.
El hacha o la espada ha sido siempre un símbolo de voluntad. ¡Cuántas tradiciones medievales recogen todavía aquello de la espada clavada en la piedra que sólo el hombre de fuerte voluntad va a poder extraer! La voluntad extrae lo vertical de la materia, que es horizontal. Una de las armas fundamentales que necesitamos para abrir los caminos en el laberinto es voluntad, fuerza de voluntad.

Otra arma importantísima es el hilo, la astucia que se va a desenvolver por los caminos para encontrar el regreso. Ese hilo representa la memoria. ¿Por qué se echa el hilo por los caminos del laberinto? Porque estamos imposibilitados para recordar por dónde caminamos, con qué escollos tropezamos y por dónde podemos salir. Utilizamos el sortilegio del hilo que es la posibilidad de no repetir los mismos errores, de reconocer aquellos sitios que hemos ido hollando con nuestra propia evolución y de saber cuáles son los caminos que nos quedan por recorrer y cómo debemos hacerlo.

Para los griegos Ariadna es el alma que entrega a Teseo una llave, una solución. El Minotauro es exceso de materia, es la materia que crece, que atrapa y lo traga todo para sí. Es a ese exceso de materia al que hay que destruir antes de que él destruya a Teseo.

Cuando se toma conciencia del laberinto, cuando se penetra en él, hay que concienciar también la importancia de encontrar la salida. El que halla la salida destruye el laberinto.

Sin embargo, hay que tener en cuenta que la salida del laberinto no está fuera; está exactamente en el centro, en el corazón del laberinto. El que penetra en él y advirtiendo sus recovecos y tortuosidades siente miedo y huye, el que pretende escapar hacia los laterales o quedarse fuera, o tan sólo husmear apenas la superficie, no resuelve el laberinto. Hay que hacer verdaderamente como Teseo: llegar al centro mismo. En el centro está la salida.

Podría argumentarse que los Minotauros no existen. Pero tenemos monstruos diarios que se nos enfrentan y con los que debemos batallar. Dudas, preocupaciones, rencores, temores, inseguridades, que aunque no tengan cuerpo físico, viven en nosotros. Y hay que saber enfrentarlos con las armas de la voluntad, de la inteligencia, de la memoria.

Dicen los antiguos que el laberinto no se recorría de cualquier modo, que la manera ideal era realizando pasos que describiesen figuras rituales y mágicas.
Si logramos que cada uno de nuestros pasos no se resuelva tan sólo en su laberinto horizontal, sino que conecte un escalón más arriba, habremos realizado esa extraña y misteriosa danza que es la Evolución y aprendido a practicar "los pasos del camino"

En todos nosotros late la posibilidad de despertar a Teseo, darle vida y sacarle a la luz. En todos nosotros existe la posibilidad de vivir un segundo nacimiento en el que nuestro héroe interior se manifieste con sus mejores armas, fuerzas y cualidades.

Indudablemente, no somos todos iguales ni nuestros actos coincidirán. Unos se volcarán hacia el estudio, las ciencias, el arte, la religión o la política; otros hacia la meditación interior o hacia su familia, sus seres queridos, o simplemente adornando la vida de los que tienen alrededor.

Todo eso es un acto heroico si nace del verdadero ser interior. Esta no es simplemente la historia de un héroe griego que penetra en el laberinto, mata a un monstruo y se encuentra con su alma que le ayuda a salir. Este viejo tema nos permite comprobar una vez más que los años han pasado y las civilizaciones han cambiado mucho sólo aparentemente.

El problema de recorrer el laberinto y salir de él sigue siendo nuestro. Las armas de Teseo pueden ser nuestras y ese héroe que adorna las páginas legendarias y nos maravilla con sus vestiduras y su porte principesco también está en nosotros.


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